por Romiña
Todavía no sé cómo contar esta historia. Ensayo inicios distintos, pero el final siempre es el mismo. No hay forma de eludirlo. Podría decir por ejemplo: Don Tito nos esperaba impacientemente, con una sonrisa y una camisa bien planchada, en la vereda de su casa. O Era un viernes caluroso del penúltimo mes del año en una de las rutas principales del país. O quizás Esa tarde comprendería que la experiencia en esta dimensión es una infinita danza entre la vida y la muerte.
Dijo un escritor que lo más fácil cuando alguien muere es hablar de uno mismo, pero en este caso aunque quisiera desprenderme del hecho, no puedo. Me siento responsable. Ese día estuve en el momento y lugar. Capaz fuiste un portal, me dijo una amiga. Pero ser ese medio/puente no es tarea fácil. Desde aquel momento, algo se rompió en mi.
Era noviembre del 2020 y yo trabajaba en la revista dominical de un importante medio de Paraguay. A pesar de las restricciones sanitarias, andaba siempre en busca de historias humanas a las que pudiera resignificar y dignificar a través de mis relatos. Pero la humanidad tiene un límite y el periodismo, también.
Después de mucho encierro obligatorio y de contactar fuentes solo a través de llamadas telefónicas o virtuales, volvimos a hacer una cobertura presencial. Íbamos a visitar la ciudad de Itá, a 37 KM de la capital, Asunción, para entrevistar a Juan Tito Vera, mejor conocido como El Cinero. Un hombre que dedicó su vida a la distribución y proyección de cinematografía desde la década del 60, tanto en cines de Asunción como en visionajes en el interior del país, armados por él mismo.
Don Tito era un patrimonio viviente. Un héroe de película, que solo en un país como el nuestro estaba viviendo en el abandono. Sus materiales: rollos y rollos de filmes de antaño, pósters, revistas, y reproductores analógicos se estaban perdiendo por la falta de un espacio adecuado para conservarlos. Tito reclamaba el hecho de que ninguna autoridad ni institución pública se habían interesado en su acervo y eso era algo que sentía, tenía que contarlo. Para la ocasión, Don Tito desempolvó y colocó en su patio varios de sus tesoros. Nosotros estábamos fascinados. Éramos como niños ingresando a un museo de cine. Sin embargo, la realidad era que todas esas películas estaban ahí salvándose solo por el amor de ese señor.
Ese día, él me estaba narrando la película de su vida. Con el ritmo lento de las proyecciones de 35mm, hicimos un repaso por los hitos de su amor: películas favoritas, travesías viajando en bus y proyecciones durante la dictadura Stronista. Era la razón de su existencia, que minutos después, acabaría. Para tanta nostalgia y emoción, a Tito le faltaron palabras. Observé, sin entender, cómo su cuerpo inhalaba la última bocanada de aire.
Mi compañera intentó reanimarlo. Vino la familia e hizo lo mismo. Llegó un doctor vecino y le aplicó adrenalina. Llamamos a una ambulancia y como no llegaba, con el móvil del diario lo llevaron al hospital más cercano. Pero Tito ya se había ido. Yo me quedé. Me quedé con una grabación de 30 minutos que hasta ahora no logro escuchar. Me quedé con una grieta hacia mi profesión que aún no puedo remendar. Me quedé con un duelo y una pluma rota.
Fui la última espectadora de una película que nunca se estrenó, con una sinopsis harto conocida en nuestro entorno: otro trabajador del arte que se muere indignamente y otra periodista que cree que con su trabajo puede salvar el mundo.