Comienzos

por Mora Grinblat

1982

Ese día, cuando se conocieron en la fiesta de El Bancadero, no se dieron cuenta que las iniciales de sus nombres eran las mismas. FM y FM, como la frecuencia de radio. Tampoco, que ambos eran hijos de padres que los habían tenido de grandes y por eso eran muy viejos comparados con los de sus amigos. La mamá de ella ya no estaba viva, pero de estarlo también lo sería.

Ella se había disfrazado de astronauta, tenía un guardapolvo de enfermera que le quedaba enorme, atado en la cintura; una capucha de otro abrigo, una bufanda cuadrillé y unas botas de lluvia altas. Él no se disfrazó, pero tenía los rulos sueltos que lo hacían parecer un músico de rock, aunque no afinaba ni media nota. Había ido a ese festejo de Carnaval con su amigo Popi, con el que vivía. Había mucha gente del mundo del psicoanálisis y eso le llamaba la atención, mujeres teñidas y hombres que hablaban grueso, pensó que, tal vez, se acostumbraban a impostar la voz para impresionar a sus pacientes y generar transferencia. No conocía a casi nadie más que a su amigo. Ella, en cambio, formaba parte del equipo terapéutico del lugar y estaba contenta de juntarse con sus compañeros por fuera del horario de trabajo. No supo porque le gustó ese petiso de rulos y bigote, pero en seguida quiso saber cómo tendría la piel de bajo de la remera blanca de manga larga. Si sería suave, si las tetillas serían puntiagudas o más redondas. No sabía que tenía una tercera, de la cual le gustaba afanarse y hacer chistes al respecto.  Él pensó en impresionarla demostrando cuanto sabía de Hegel o analizar alguna nota de la revista Crisis sobre la guerra, algún comentario sobre la sexualidad  para Reich,  o tal vez intentar algo sobre Pavlosky y terapia de grupo, aunque ese tema no lo manejaba mucho. Mejor que esas estrategias, resultó decirle cerca del oído que le gustaba su disfraz, pero no entendía de qué era. Ella se reía con una risa afónica, grave, muy distinta a la voz medio chillona con la que hablaba. Se preguntó si gemiría grueso o finito.

2001

La explanada del centro cultural San Martín ocupa toda la esquina de Sarmiento y Paraná. Adentro, detrás de los vidrios, hay más escalones, grises, enormes,  que rodean el espacio por todos los lados. Separan la planta baja del primer piso, donde está la sala AB. Es miércoles y es septiembre, hace calor pero no tanto. El día anterior vi por la tele algo que pasaba en Estados Unidos que no entendí muy bien.

 Convencí a Fanny de que me dejé venir con Lu al recital (aunque al otro día tenga escuela temprano) con la condición de que a las 9 en punto nos tomemos un taxi para casa. Toca Jaime sin tierra, una banda que pienso que me tiene que gustar porque le gusta a la gente que escucha la música que yo escucho, pero no conozco ningún tema. Todos los cantantes de los recitales a los que voy me parecen lindos, los que usan camisa, pelo corto y pantalón de vestir y los que tienen pelo largo, jeans y alguna remera de Rock negra medio rota. Siempre que paso cerca de alguno, intento cruzarles la mirada para que me vean.  

Lu tiene el pelo teñido de rosa y un piercing en la ceja, a mí no me dejan hacer nada de eso. Pero para equiparar, tengo una camperita que parece Adidas pero es de Las chicas súper poderosas, medias negras, una pollera violeta con rayas fucsias a los lados y el pelo cortado igual que María Fernanda.

Estamos sentadas en uno de los escalones que separa el primer piso de la entrada, juego a romper más mi media de nylon con las uñas y como un chupetín. Vienen a hablarnos dos chicos. El alto es el que cruzamos el otro día en Parque Rivadavia, que nos pidió unas monedas a cambio de hacer malabares. Me acuerdo que se llama Lalo y, aunque lo vi una sola vez, ya escribí Mori y Lalo en el margen de una hoja de carpeta.

2001

Llego tarde, cuando ya formaron. Voy directo al aula de 7mo, la que queda al lado de la escalera que sube a secundaria. Gala me ve risueña y me saca la ficha: “¿A quién te transaste?” me dice.

2003

Recuerdos sin orden cronológico:

Fuimos a pedirle a Julia la plata. Fanny dice, para acusarme ante Julia, que Lalo se droga. Yo respondo que sólo fuma. Julia dice que no importa eso. Nos humilla dándole poca importancia a nuestra pelea. Una vez, hace algunos años, Julia había oficiado de tía con plata diciéndome que si yo quería aprender a tocar el saxo, me podía regalar uno. Ahora nos da los 5000 mil pesos y nos vamos. No hay merienda ni regalos.

No sabía que Warnes se llamaba Warnes, lo supe muchos años después, cuando pasando por la esquina donde venden camperas de cuero, me acordé que había estado ahí.  Cerca de los talleres de autos, queda al primer médico. El consultorio es chiquito pero la sala de recepción  muy grande y las pacientes en estado de espera, muchas. Todas solas (menos yo, que estoy con Fanny y Flavio). Una tiene un pañuelo en la cabeza. Las paredes están descascaradas. No me preguntan cómo me siento.

Después vamos al doctor de Palermo, este barrio lo conozco un poco más. Gordito, colorado y con muchos títulos enmarcados en distintos idiomas. También tiene fotos de bandas de rock de los 80, de películas de danza, de elencos de ópera y revistas de medicina escritas en inglés. Su ambo verde agua es impoluto. Me sonríe. Me pregunta si no me di cuenta por la pancita.  También me va a preguntar (es el único que lo hace) si estoy segura que no lo quiero tener “¿Ni aunque te casaras con tu novio?” Quiero parecer adulta cuando le respondo que no.

Otro día fuimos de nuevo. Me duermo, la camilla es cómoda, me despierto de buen humor. No me duele nada y es la primera vez en mi vida con anestesia general. Nos vamos a casa.

Antes de eso, estoy en el laboratorio de biología, tengo un pullover celeste que trajo Diana de regalo. Me veo la panza y está grande. Pienso que  debo haber engordado. Me hago la boluda aunque hace tres meses que no me viene.

Lalo llega a visitarme con unos trozos de aloe en la mano, tengo que agarrarlos con cuidado para que no me pinchen. Me dice que me va ayudar a que “el bebé se vaya”. No sé de dónde sacó la información de que puedo abortar comiendo la gelatina del tallo, una parte de mi sospecha lo absurdo, pero le creo. Me da indicaciones de como tengo que tragar los pedazos y de cómo hablarle a la planta para que haga lo que tenga que hacer. Guardo la bolsa  en el primer cajón rosa descascarado, lo escondo para intentar el ritual a la noche.

Después de la intervención volvemos a casa en taxi. El cuarto está igual que cuando lo dejé, la alfombra manchada de esmalte de uña, los placares con fotos y entradas a recitales de El otro yo, Fun People y Catupecu. También frases de canciones. Vuelvo a vivir ahí porque Flavio ya no quiere que viva con él desde que se dio cuenta que me puedo embarazar. Fue una de las pocas veces que lo vi llorar. Cuando llegamos le preguntó a Fanny si es seguro que lo sacaron o puede haber salido mal la operación.

Viene Ruth  a hablarme, Fanny la hace entrar a mi cuarto y se va, nos deja solas. Me dice que ella también lo hizo y que si me pregunto si me voy a arrepentir, sí, me voy a arrepentir toda la vida.

Fanny me dice que no puedo contarle a nadie. Vamos a merendar a lo de la tía Anita porque vino Diana de Chile. La instrucción es hacer como que no pasó nada: mi tía es ortodoxa y no podemos arruinar el momento, la vemos una vez por año. La mesa está llena de sándwiches de miga, masitas y medialunas. No tengo hambre, estoy callada. Me levanto a ver las plantas y los adornos de porcelana del balcón. También me dicen que no lo diga en la escuela.

Lu se burla cuando le digo que, aunque sabía que quería abortar, le cantaba Pobre la preciosa dama azul a la panza, le había tomado cierto afecto y hasta me imaginaba que existía un ser, pero que estaba de acuerdo con no venir a este mundo y apoyaba mi decisión.