por Helena Insinger
Mezclo la transpiración con la tranquilidad de mi cuerpo suelto en la noche, como un rosa chicle se masca constantemente en la boca. Tutti frutti y mi cuerpo disuelto en una golosina. El piso pegoteado y me arrepiento de los zapatos finos dorados que llevo puestos. Son tan lindos, piso fuerte la coca cola pegajosa del piso, siento las burbujas en el suelo atravesarme. Pasan la suela, llegan a la piel, a los huesos. En ese instante de preocupación leve por la salud de mis calzados, me invade un pensamiento sobre la mirada, el ojo perdido en la música, la mirada desplegada de las vibraciones del aire. Me pregunto a quién miraba mientras bailaba. Qué se hacía con los ojos. ¿Qué había estado haciendo todo este tiempo? Moviendo el cuerpo, los brazos eufóricos y ¿Con los ojos qué? A veces, sabía que los cerraba pero ahora mismo no sabía que se hacía con esas dos esferas de vidrio viscosas. ¿Acaso se clavaban en otros? Estaban desorbitados. El nivel de autoconsciencia era insoportable. Tampoco sabía qué hacía la gente a mi alrededor con sus propios ojos porque no los miraba. Recordé la pregunta que me hice cuando tenía 18 años. A dónde miraba cuando me hablaban. Ignoraba cómo o qué había hecho hasta el momento. No se puede mirar a ambos ojos a la vez. Como sí la instrucción o la forma de operar se hubiera destruido en el mismo momento en que me lo preguntaba. A partir de ese momento decidí siempre mirar a un solo ojo y clavar mi mirada en él. A veces siento que los pulverizo de tanto mirarlos y en las fiestas no pulverizo a nadie, no encuentro ese ojo, ningún cíclope de la noche; no existen, o todavía no lo he encontrado, entonces busco el ojo de la música y pulverizo el suelo o la oscuridad de mi párpado.
Sé que la noche no mira,
el cielo oscuro espeso es como la brea
las estrellas que flotan no miran
bailan bailan
como yo
la noche no mira, y yo tampoco,
falta de luz,
todo es espeso, inútil, atemporal,
casi perverso
de qué sirve mirar ahora
me estoy moviendo
un beso,
te miro luego!