por Romiña
Viajé por primera vez en un avión al lado de Rodrigo Centurión. Cuando lo digo así parece que me estoy refiriendo a alguna persona famosa, una persona importante. En realidad es solamente mi ex. Y digo solamente porque viajar por primera vez en avión con Rodrigo fue la clave para darme cuenta de que él era solo eso: toda la carga que yo le había puesto. Pero antes de subirme al avión, yo todavía no tenía claro eso. Ahora lo digo así, bien superada. Pero horas antes de abordar yo estaba sentada en mi alfombra, llorando. Según mi mamá era la segunda vez que iba a viajar en avión, porque la primera estaba en su vientre. Pero como no tengo recuerdos propios de eso, para mí no cuenta. Esta iba a ser la primera vez e iba a ser al lado de Rodrigo Centurión. El viaje solo iba a durar una hora, porque íbamos a Buenos Aires. Pero para quien está en proceso de duelo, el tiempo es relativo. Así como el hecho de creer que Rodrigo era el amor de mi vida. Él venía de uno de los barrios más pobres de Asunción y yo no era de la burguesía, pero la verdad es que nunca tuve las mismas necesidades. Nos hicimos novios durante mi proceso de conciencia de clase, de ingreso a un partido de izquierda, del cual él era militante desde adolescente. Había una especie de fetichización por parte de los dos. De la mía, por relacionarme con alguien que venía de un lugar muy hostil, de mucha violencia estatal y por eso mismo, súper comprometido con la realidad social. Y de la suya, por estar con la chica blanca, con ciertos privilegios, pero que estaba dispuesta a luchar por el cambio social. Pareciera que ser su pareja era parte de la experiencia de cuestionar todo lo que yo había sido y lo que quería ser. Mi ingenuidad y su calentura no repararon en las diferencias abismales. No íbamos a funcionar. Pero ambos necesitábamos una nueva esperanza. Porque militar en un partido de izquierda en Paraguay es tener fe en algo que no va a funcionar. Rodrigo y yo intentamos estar juntos durante un año. Compartíamos la pasión por los conciertos. Era nuestro equivalente a ir a la cancha. Nos encantaba la sensación de libertad colectiva que generaba la música en vivo. Nuestro amor por los conciertos era una tregua contra cualquier diferencia de clase. Fuimos a recitales en las plazas del Centro de Asunción, en bares chetos, en la calle, en lugares súper under y en festivales re grandes. El siguiente festival al que queríamos ir era el Lollapalooza de Buenos Aires. Lo planeamos tanto tiempo antes que no previmos nuestra inminente ruptura. Como si de una deidad vengadora se tratase, la música nos quitó lo que nos había concedido. Fue en otro concierto, donde entre miles de personas, que iban y venían, nos reconocimos. Ví sus manos entrelazadas con otras. Eran las de su ex. El problema era que las entradas y los pasajes para el lolla, los había comprado conmigo. Así que íbamos a ir a ese viaje, a mi primer vuelo en avión, a nuestro primer Lollapalooza juntos, pero separados. Por dentro, el latido de mi tristeza, por fuera silencio. El avión despegó y mis oídos se taparon tanto que ya no importaba si en mis auriculares sonaba cumbia o Spinetta. Subimos tanto que hasta mis sentimientos dejaron de tener entidad material. Desde la distancia, mi ciudad y los lugares que me vieron llorar se veían tan pequeños, y hasta Rodrigo, a mi lado, perdió peso. No había música, militancia, amor a la libertad, compromiso social, que valga en la altura. Ese año, el Lollapalooza tuvo problemas. El segundo día tuvieron que adelantar la mitad de los conciertos. Y el tercero, se suspendió. No le vimos ni a la mitad de los artistas que fuimos a ver.