por Julieta Novelli
Adelgacé cuatro kilos, cuatro kilos que me convierten en un duende raro. A veces pienso que si Gerardo, el almacenero, tuviese el teléfono de algún familiar o si fuese un ciudadano más responsable, sensible, llamaría a alguien: a una madre, a UDEC, a la OMS, a la ONU o a las fuerzas armadas, pero no, por suerte no y yo puedo seguir muriendo deliberadamente mientras le pago un paquete de yerba, unos maní con cáscara y un alfajor.
Ya toqué todas las cosas que tocaste. Me guardé algunas donde encontrarte, las administré pero el último finde caí y toqué todo, como una sacada hasta el domingo al mediodía. Saqué los CDs de sus cajas, repasé con las manos, con las dos manos, los libros con las letras, los CDs, las cajitas. Después abrí todos tus pares de medias, de un lado, del otro. Las entradas a la cancha, los boletos. Una lista de tus canciones favoritas del ‘99 me interpeló tanto que me la comí. Encontré tus apuntes del primer año de la secundaria y toqué letra por letra. Encontré un montón de libros citados, los busqué en la biblioteca. Algunos estaban subrayados y el lápiz hacía un relieve. Creo que podría leer en braille toda tu obra. Ojalá pudiera leer en braille toda tu obra. Desde los dibujos del jardín, las cartas, los mensajes de texto, los apuntes, los exámenes finales que tendría que ir a pedirlos a cada docente del colegio, las listas de canciones que te hacías, los formularios que llenaste en todos los ministerios públicos, hospitales públicos y clínicas. También pensé en que ojalá existiese un programa que escribiera en una partitura todo lo que decimos, tarareamos o balbuceamos en la vida: una partitura de todos los sonidos que hiciste, con tu tono, así, tal cual. Desde tu primer llanto hasta el aire final. Que yo pueda pagar, no importa cuánto, a una orquesta y grabarla, en la Ballena azul del CCK, para darle play o implantármela en un chip adentro del pecho y que vibre, que solo vibre para ponerme en movimiento.
Sobre la mesa del televisor un termómetro verde. Sobre el sillón uno blanco. Servilletas con mocos en la mesa ratona y en el piso, una en el sillón. En la mesa de la cocina dos botellas de Gatorade, que uso para el agua, vacías; un vaso y dos blíster, también vacíos. Hay una olla de acero llena de cáscaras de maní entre las que se asoman puntitos celestes y brillantes, como los vidrios en la arena, de los envoltorios de Guaymallén. Me quedo en la puerta. Miro con distancia, trato de entenderme, salirme de lo que estoy haciendo. ¿Qué estoy haciendo? Pongo todo en una bolsa de residuo, olla, servilletas, botellas, vaso, facturas. Lo único que salvo son los termómetros. Voy a la heladera y repito el procedimiento, no me detengo a inspeccionar, todo se tira. No quiero darme el lujo de volver sobre las huellas, los sabores, los deseos. El freezer: otro día. Hoy me limito a tirar y buscar mi celular. Lo encuentro en el ropero y lo pongo a cargar. No lo prendo. Eso otro día.
Mientras otra cosa, al pasar, arranco lo tuyo de a poco, de reojo, como si no lo hiciera, dejo vacíos: las chinches sobre el corcho, las perchas temblando, los cajones más ágiles, es así como me sale, como si mi mano derecha fuese fugazmente de otra. De a poco, de reojo, empiezo a despedir tus presencias de esta casa, sé que estarías orgulloso, sé con qué sonrisa me mirarías. Y que tengo que empezar a comer comida, en el sentido en que lo dicen las abuelas. Basta de alfajor y maní. Tengo que comer como un ser humano bebé o un ser humano importante. Como le deben dar de comer a un presidente o al dueño de una multinacional.
Voy al almacén. Saludo a Gerardo y le busco la mirada para que vea que finalmente no voy a morir, que lo salvé de ser cómplice de mi abandono. No me saluda, no me mira. Se pone a guardar los yogures en la heladera, lo veo desde el otro lado de la puerta empañada. Me pongo más cerca para que no piense que soy una mancha y se componga ante los vivos.
Levanta la vista y me mira como si tuviera auriculares puestos capaces de envolverlo en una burbuja propia, pero no, pero no los tiene. Nada justifica el desfasaje con el que me mira. El almacenero se está muriendo. Decido no comer lácteos y dejarlo. Agarro un paquete de fideos, otro de arroz, otro de cereales, aceite, yerba y café, y espero en la caja a que vuelva de su viaje entre yogures.
-Hola- le digo.
-Hola -me dice-, ¿nada más?
-No, vuelvo mañana -le digo, como si quisiera asegurarme de que no se va a suicidar, al
menos esta noche. Mi primer gesto de compasión.
–Cuatrocientos cincuenta y seis.
-Quedate con el vuelto.
No agradece los cuatro pesos, no justifica, no nada.
-Qué maleducado.
-Sí- dice y me revolea las monedas.
-No las quiero.
Dejo que las monedas estacionen y no las junto. Me robo un paquete de papel higiénico
cuando salgo.