por Verónica Castagnino
Abro el libro
con un gesto religioso
en una página cualquiera.
Digo su nombre tres veces
y hago una pregunta.
Giro el índice
(de nuevo tres veces)
con los ojos cerrados
como discando
en un teléfono invisible
el número infinito
de una deidad.
Apoyo el dedo sobre la piel rugosa
del papel
el dibujo hipnótico
de mi huella
se conecta con la trama
de la suya.
Ella me responde
“no pude probar que los años tienen pies”
o
“las cúpulas nadaban en amatista”
o
“la fortuna que yo tenía, me contentaba” .
Le consulto futilidades,
amor y ocio,
el futuro es para mi
un pasatiempo
hecho de posibilidades
frágiles y pegajosas
como telas de araña.
Nunca entiendo la ambigüedad
de sus sentencias
pero me gustan tanto
como las camas
en los hoteles finos.
Le pregunto a ella
porque me contesta casi siempre plácida
y rodeada de abejas
y praderas.
Luego me olvido
de sus profecías
porque todas las tragedias
comienzan
por tener fe en los oráculos.
Igual la invoco
cuando puedo
porque me gusta
que me acompañen
mujeres, juegos,
versos , hojas,
expectativas
y porvenir.