por Soledad Manrique
A los cuatro años, Empecé a sentimer muy sola.
No me entendían cuando hablaba, y no sabia que era la amistad.
Odiaba los recreos y no sabia que decir para empezar.
Una vez estábamos en los juegos de la plaza.
Una estructura vieja de chapa y madera, como un hexágono, desde donde nos tirábamos por un tobogán tubo.
Las primeras veces, la oscuridad, no cortarme con los bordes afilados,
Y los sonidos lejos. Me reí y jugue un rato sola.
Cuando me aburrí, me di cuenta que para llegar al tobogán,
Había que empujar, o morder, o gritar.
Los chicos más grandes, siempre y primero.
Hablé y expliqué. Expliqué pacientemente.
Dos o tres vueltas hicimos una cola circular.
Pero un chico gordo, transpirado y colorado, empezó a gritar y se terminó.
Me deslicé una vez más, pero ya estaba triste.
Cuando volví con mi abuela, consolaba a mi hermana menor.
Sangraba porque le habían tirado un pieda en el ojo.
La sangre es brillante y no entiendo el mundo.
No entiendo, y tengo razón.