por Catita Guebel
Sin darme cuenta te di la entrada a mi refugio. Fue tan natural abrirte la puerta, me sonreíste de costado y pasaste. Con un poco de vergüenza te guié por las habitaciones. La pintura celeste cielo te transporta a una choza costera dije, alentandote a que te acercaras y olieras la sal. Pude ver cómo partías; agarrado a mi muñeca viajabas por el agua, delirando viaje náufrago te retorcías por los corales y gritaste al encontrar un pececito. Te expliqué: es mi manera de viajar. Preciso escribir y no moverme, carezco de inspiración entonces pinté mar en las paredes y ahora peregrino con facilidad, destapo mundos sólo con estar sentada aquí.
Me agaché luego para levantar las hojuelas, las puse en tus palmas. Entendí tu mueca de sorpresa, su color áureo las hace ser un elemento inestimable. Percibí la tentación que tenías por llevarlas a tu boca, entonces tomé tus manos y las engullí entre tus labios. Me acerqué a tu oído con suavidad para orientarte: cuando el dulzor te embriague, estarás más cerca de mi corazón. Dejate llevar por entre las almendras, dejá que esta savia alicorada te empape, sudá como desprende mi piel, perfumémonos juntos con esta agua de azahar. Recobrastela lucidez a los pocos minutos. Ya casi arrastrado te subí por la escalera caracol al último piso; un pequeño altillo sin muebles con una claraboya central. Te alcé para que saliéramos juntos, aquí era el fin del trayecto. Nos recostamos en el tejado, una brisa helada nos invadía cuando hicieron la aparición. Preciosas criaturas boreales, voladoras, como ráfagas de estrellas encandilándonos.