PIEDRA FRÍA AFILADA Y HÚMEDA DE RÍO

por JJ Romero

Hace poco recordé que en mi caja de amuletos tengo el cordón de un zapato que perdí yendo al río con mi abuela. En realidad, el cordón que conservo es el del zapato que sobrevivió, es decir el que se quedó conmigo. El otro se perdió, se lo llevó el río y no hubo manera de recuperarlo, ni siquiera caminando horas como lo hicimos, esperando que en algún punto el cauce del río se estrechara lo suficiente para que el zapato quedara atrapado sin poder pasar, quizás obstaculizando el paso del agua.

En mis sueños aparecen muy a menudo ramas atascadas entre dos rocas, en un río, que si se hubiesen deslizado con otra orientación, es decir con la punta en la dirección de la corriente, habrían podido pasar sin problemas, pero al haberse inclinado a causa de las otras fuerzas que dirigen la corriente del río ocasionaron un tapón, y otras ramas se van acumulando detrás generando una aglomeración de ramas. A pesar de eso el agua sigue pasando, el agua siempre encuentra su camino y eso es algo que mi abuela siempre me decía y ese día también me lo dijo.

Esa esperanza de atascamiento la teníamos con mi zapato, mi zapato de rayas rojas y azules que mi abuela me había regalado. Por eso había llevado los zapatos al río, para lucirlos ante ella.

Estaba tan emocionado cuando llegamos que me quité el zapato y lo tiré al río.

Ella me miró con los ojos huecos, la cara estupefacta.

–¿¿¿Por qué tiraste el zapato al río???

A mí me pareció sentir en su voz curiosidad (éxtasis) y desconcierto, más que enojo.

Con mis palabras atropelladas de niño intenté explicarle que no había sido mi intención, que no estaba pensando cuando lo hice, que nunca pensamos bien cuando hacemos esas cosas, pero en ese momento yo era un manojo de nervios así que no creo que me haya entendido.

De todas formas nos quedamos unos segundos en silencio, y luego me dijo que la siguiera, que íbamos a perseguir el zapato, que con suerte lo encontraríamos atascado en la corriente junto a alguna roca. Las piedras frías, afiladas y húmedas me hacían daño en el pie desnudo, pero yo no dije nada y ella no dijo nada para no hacer más difícil la situación.

Después de media hora de caminar en silencio, mi abuela me preguntó si había conocido a alguien que me gustara. Le dije que no, que yo no estaba interesado en esas cosas, que lo que quería era encontrar mi zapato para que no me siguieran comiendo las hormigas. Sacó una lata de Off y me roció un poco en la pierna. Ya está, ya no te van a molestar más, dijo y me hizo una seña para que siguiéramos.

No sé si era el ruido del agua arrastrando algo o del viento que hacía temblar a los árboles o el sol que nos estaba deshidratando, pero algo del escenario empezó a apabullarme. Y creo que a mi abuela también, porque se quitó la camisa y se tiró al agua sin avisarme. Yo venía atrás con la vista perdida en los animales que se escurrían entre los matorrales y solo pude ver de reojo una sombra que corría hacia la corriente y luego el chorro de agua que saltaba.

–¿¿Abuela estás bien??– le grité, aunque no creí que fuese necesario hacerlo, podría haber susurrado y ella me habría escuchado. Mi abuela chapoteaba en la superficie como si se ahogara, aunque luego se puso de pie y en realidad el agua le llegaba al pecho.

Metí el pie comido por las hormigas en el agua y decidí que esta vez no iba a nadar porque el agua estaba muy fría y además no hacía tanto calor. Mi abuela parecía feliz intentando flotar boca arriba para mirar el atardecer, y entendí que no volvería a ver mi zapato de rayas azules y rojas. Decidí que tenía que despedirme del zapato y dejarlo ir.

Me pidió que le pasara un cigarrillo. Agité en el aire un sanduche de los que habíamos traído por si se le ofrecía uno. Ella me pagó para que los preparara. En general me paga para hacer cosas sencillas que ella no quiere hacer. Lo único que le gusta hacer es hablar con su computadora. También me paga para que la enseñe a usarla, y ahora es su objeto–ser más preciado. La he visto abrazarla. Ese día que estábamos en el río también le hablaba al agua y le decía “Si el estímulo eres tú [frase ininteligible]” o “Devuélvele el zapato al niño”.

La naturaleza correspondía su abrazo: la recibía sobre el agua como su pantalla inmersiva y llena de fantasmas y de códigos que no se entendían del todo pero que la convocaban por su rareza.

Cuando oscureció salió del agua porque se nos ocurrió que podía haber cocodrilos. Se envolvió en su toalla y estuvo a punto de sentarse sobre sus anteojos, estaba temblando. Enseguida se puso a reflexionar sobre las cosas que ella había perdido. Me habló de su caja de música que mi mamá había tirado a la basura porque le pareció que estaba defectuosa, a la bailarina se le había roto una pierna.

–¿Por qué no hacemos un ritual de despedida?– dijo, aún temblando.

Aproveché para despedirme también de una enfermedad de la que me había curado. Dije con los ojos cerrados Adiós anemia Adiós suerte que nunca tuve Adiós zapato hermoso que nunca volveré a ver, y ella dijo tomándome de las manos Adiós mi cielo, Adiós cajita de los ángeles, Adiós cosas que nunca aprenderé.

Y luego nos levantamos porque era tarde, y ninguno de los dos recordaba muy bien el camino. Durante el regreso me confesó que se tiró al agua porque creyó haber visto el zapato atrapado en un remolino de la corriente, pero no era nada, es decir tal vez era un cúmulo de hojas o un reflejo muy intenso en la superficie que la había confundido. Yo volví a pensar en cocodrilos pero no quise decir nada.