por Victoria Rodrigo
A mi no.
Hace unos meses
en el invierno de aquel continente, pasé varios días en el campo de mi abuelo.
Él ya no está,
hace dos inviernos que se fue.
He vuelto dos veces desde entonces;
la primera: al ritual de la cenizas
y la segunda:
esta que estoy recordando.
Pasé las noches dibujando en la computadora frente al fuego
y durante el día
salía a caminar o recorría los molinos en un caballo manso y viejo.
Pensé mucho en que comer,
como adaptar comidas de cocina a gas
al fuego y brasa de la leña,
con la pava siempre tibia a una orilla.
Una siesta, después de unas copas de vino
salí con el aire comprimido y dos cajas de balines.
Puse una lata vieja, oxidada, en un poste de caldén
para probar puntería.
Los primeros disparos fueron rápidos,
precipitados, sin pensar.
Ni un blanco.
Después,
entre tiro y tiro
con el ojo en la mira
empecé a recordar conversaciones con él.
Recordé estar ahí, en esa mesa
en el medio de un bosque que de tener nombre debería llamarse
Obstinación o Esfuerzo.
Es un medanal, no se da nada
excepto
jarilla, olivillos y coirones.
En verano quema
en invierno
también.
En su silla y con el mate en mano me dijo:
El campo es quietud y créeme que eso es lo que más cuesta para mantenerse en equilibrio.
La mente corre más rápida que la sangre. Es jodido estar días en silencio, pero cuando llegas a eso, no necesitas nada más.
Volví a la mira, con una risa atravesada y la vista nublada. El brazo me temblaba por el peso del arma.
Quietud y Equilibrio
Vuelvo a disparar
nada.
Sospecho que los balines están vencidos
o la mínima brisa que corre los desvía del objetivo.
Intenté seguir con la lata de mierda
pero las balas y mi mente estaban en cualquiera.
Igual me sentía bien
Decidí dejar el plan y salir a caminar por el monte,
quietud y equilibrio
un nuevo mantra para pasarla bien
y no llegar a ningún lado.