por Delfina Korn
Existe un instante por día en que el incesante murmullo del mundo se detiene. Todo ronroneo, súplica, lamento, chusmerío, parloteo o maullido se apaga. Todo flujo de información es interrumpido. Es la hora del silencio, la hora de sopesar lo acumulado. Es el shabat de los teléfonos. Sucede a las dos de la mañana. Miles de ángeles se sueltan de un núcleo muy tenso en el que viven agazapados, se disipan por el mundo y se dedican a crear copias de seguridad. Todos los mensajes del mundo son duplicados. Los mensajes enviados a esa hora caen en la perdición atemporal de la hora muda. Son los que escriben sonámbulos que se aman pero no saben nada de su amor. La seguridad en el mundo es que los sonámbulos que se aman permanezcan en la ignorancia.
Hace poco murió mi abuela. Un mes antes, bajaron su papá y su hermano y le dijeron: tenés que venir con nosotros, y ella se negó. Luego bajó la madre y le dijo: tenés que venir conmigo.
Vení, vamos a comprar salchichas y volvemos. Que es la versión del mundo de los muertos de “Mi amor, voy a comprar cigarrillos y vengo”. Una especie de embaucamiento para ayudar al que se resiste a aceptar que llegó su hora. Finalmente, como una niña obediente de 90 años, a la que la mamá la pasa a buscar por el jardín, mi abuela accedió. Al despertar de ese sueño, sin embargo, tuvo un reclamo para con el mundo de los vivos. Se lo dirigió a la persona que más amó en su vida que es la chica que la cuidaba. Le dijo: mi mamá me pasó a buscar, nos fuimos a comprar salchichas, y vos no me acompañaste. Mi abuela ya presagiaba lo que iba a pasar: la chica que la cuidaba le había prometido estar a su lado hasta la hora de su muerte. Pero en el momento en que mi abuela se enfermó, ella estaba en viaje a Paraguay. Es decir que cuando mi abuela dijo no me acompañaste, lo que quería decir es: no me vas a acompañar. No te vas a morir conmigo. Yo voy a aprovechar para morirme con mi mamá, que ya está muerta, y vos te vas a quedar acá, comiendo salchichas con los vivos.
Mi abuela eligió el momento de su muerte. Esperó, en su agónica cama de hospital, hasta que entrara mi prima, la médica, su decimoctava nieta. Al horario de visita de las cuatro de la tarde. Es decir que mi abuela no murió a la hora en que se están fabricando copias de seguridad de los mensajes. Murió en una hora buena, una hora en que se emiten los mensajes que trascenderán el día. Y la muerte es un mensaje, o un servicio de mensajería instantánea. Mi prima le dijo: Hola Oma. Y en ese momento ella cabeceó, cerró los ojos y cabeceó. Mi otro primo dice que en el estado de agonía extrema en el que ella estaba, la muerte es una decisión. Hacés fuerza, hacés fuerza, hacés fuerza, te mantenés vivo porque hacés fuerza. Hasta que en un momento decís bueno, basta. Dejás de hacer esa fuerza subnormal o sobrenatural que te mantenía con vida y te dejás ir. Alguien me dijo que las caídas son dulces, que deje de agarrarme de los costados del tobogán en la plaza y me deje caer. Pero para mí, cada intersección de la ruta es una montaña rusa, y yo voy tan aferrada al carro. Me resisto a que los ángeles me dupliquen y mando mensajes de amor solo en la hora en que sé que no llegarán. Que si uno se entrega, me dijeron, la muerte no es un tema que preocupe en absoluto. Que el dolor dura mientras dura la resistencia.
Los velorios siempre me reencuentran con viejos amores. A veces llegué a desear que alguien muriese para reencontrármelos. Sé que mi velorio también reunirá a viejos sonámbulos, y que por un microinstante, contemplarán, como me pasa a mí, la posibilidad de si no será que realmente de verdad estaban vivos. Y se sentirán vivos como solo la muerte puede hacer sentir, deseosos de enviarse señales.
Los zapatos de los muertos son lo único que está prohibido reutilizar de sus vestimentas, según el judaísmo. Hay que cortarlos, para que nadie más los use. O bien tirar todos los izquierdos en un tacho y todos los derechos en otro, bien lejos. “Cortarlos… con lo que la señora amaba sus zapatos”, dijo la chica que la cuidaba indignada cuando se enteró. La posibilidad de tirarlos en dos tachos diferentes, dijo el rabino, es para los que les da pena cortarlos porque a la persona que murió le gustaban mucho. Es decir que el amor de una persona por sus zapatos la trasciende. Su amor sigue decidiendo cosas cuando la persona ya está muerta. Como la complicación que significa perder el DNI, que también nos trasciende. Mi abuela perdió el DNI estando muerta y fue un problema enorme. Un gran descuido de su parte.
Pero lo que a mí me sucede con la idea de separar los zapatos izquierdos de los derechos para evitar cortarlos es que me pone muy nerviosa. Siento como si me estuvieran separando las piernas o intentando forzarme a tener dos pies de un mismo lado. Y no dejo de pensar en qué sentirá la persona que los encuentre, quien reciba ese mensaje de amor: una bolsa de zapatos todos de un mismo lado. Un mensaje loco como todos los mensajes de amor. Si conoce la costumbre, sabrá. Y si no, imaginará una venganza tortuosa de un amante despechado: partir al damnificado al medio y dejarlo solamente con una de sus mitades. Una vez me encontré en la calle Reinholdt, que es por la que iba caminando al colegio y es en la que ahora vivo, una montaña de fotos, con todas las fotos de la vida de un hombre, desde bebé hasta viejo: toda su trayectoria. Y pensé eso: o bien son de alguien que se murió, o bien un amante despechado las revoleó por la ventana: tomá, acá tenés toda tu vida.
Cuando yo iba caminando al colegio por la calle Reinholdt, todas las mañanas, me daba cuenta que estaba atravesando una vía poblada por locos. Cuando me mudé ahí, lo terminé confirmando. A mi alrededor viven actrices que por televisión parecen normales pero caminan autistas por las veredas, he compartido taxis con ellas y sé que están locas. Taxistas drogadictos. Perros asesinos. Mujeres abandonadas que revolean galletitas (de a una) por el balcón. Cuando alguien se cura de la soledad alienante necesaria para formar parte de la comunidad Reinholdt, es automáticamente expulsado. A los que se ponen en pareja, les confiscan la llave en el acto.
O quizás el que tiró las fotos por la ventana había sido el mismo retratado, y el acto no tuvo nada que ver con el amor ni con la muerte, sino que en un rapto de lucidez vio las fotos de toda su vida y dijo: todo esto es basura. Alimento para pollos. Digo esto porque por la calle Reinholdt, cuando yo iba al colegio, era habitual ver montañas de restos de pollo. O quizás lo hizo para evitar suicidarse. Escuchó una voz diciendo que debía sacrificarse pero a último momento un ángel lo frenó y le puso las fotos en la mano: tirá esto por la ventana en tu lugar. La calle Reinholdt se debería llamar: Montaña de las Revelaciones.