por Valentina Saievich
Se sintió atascada. La historia ya no iba para ningún lado. Imaginó las páginas que había escrito arremolinándose sobre su escritorio, sobre su cama deshecha, sobre la bacha atestada de platos y tazas sucias, sobre la cabeza de su gata que dormía y llenaba de pelos el sillón. Empezaba a sospechar que Flora era un ser mucho más evolucionado que ella, de una perfección estética pero también mental: una especie de maestra zen, de pensamientos serenos y equilibrados, sin ningún rollo. En cambio ella… ¿Qué haría ahora con el tiempo perdido, con las horas, días, meses, incluso años que había pasado sentada en esa silla? De pronto se imaginó a sí misma en el epicentro del torbellino que se llevaba sus páginas y su tiempo, hasta desaparecer en el agujero negro de lo perdido.
Afuera el sol brillaba. Lo cual en vez de animarla le daba asco. Los pájaros atravesaban el cielo azul como aviones de guerra. Las cotorras la aturdían con sus gárgaras agudas. Qué repugnante. La sola idea de salir a respirar el olor a primavera le parecía de una banalidad repulsiva. Las familias en las plazas, las hormigas luchando por subir al paquete de galletitas abierto sobre el pasto, las madres ajustando las bufandas de sus hijos, los pochoclos que quedaban pegoteados en el asiento trasero del auto, los amantes a orillas del río, sus bigotes de espuma, las peleas de los anfitriones antes de recibir a las visitas, los cuchillos manejados por manos nerviosas avanzando sobre la integridad tierna de las tortas, las lenguas de las mascotas chorreando sobre los zapatos de los comensales, los gatos escondidos en la oscuridad bajo las camas. Qué cliché. ¿Cómo podía la gente vivir imitando sus propias vidas? Cada vez estaba más convencida de que las historias eran su único salvavidas en medio del lago de la monotonía. Embriagarse en las profundidades de las mentes de los personajes era lo único que la ayudaba a escapar de esa superficie maquillada de postal turística. No quería salir, quería ser absorbida por un pozo y desembocar en el País de las Maravillas. Pero ya ni siquiera eso le salía. Se había atascado, había llegado al fondo del pozo, y ya no había nada nuevo.
Apenas unos metros más allá de las orquídeas marchitas de su ventana, reverdecía el jardín de su vecina. En ese momento algo se movió entre los pétalos secos. Una abeja despistada, tal vez, que pronto se daría cuenta de que allí no había ningún diamante para pulir. Eso, su manuscrito ni siquiera era un diamante en bruto que pudiera seguir puliendo hasta lograr la forma deseada. Era más bien un vaso de vidrio hecho trizas en el suelo, imposible de recuperar por más que recogiera los pedazos y los armara como si se tratara de un rompecabezas. Tampoco valía la pena conservar algunos pedazos de vidrio roto con la esperanza de que le sirvieran para otra cosa. No. Era mejor tirar todo para no correr el peligro de cortarse y sangrar. Sabía que, aunque lo hiciera, quedarían restos minúsculos que se le incrustarían en la planta de los pies. Solo era cuestión de soportar el dolor y sacarse las astillas hasta que ya no quedara ni una.
Pero se equivocaba. No era una abeja despistada que había venido a buscar polen donde no había. Lo que se movía entre los pétalos secos era la figura de su vecina, que en realidad se encontraba entre los arbustos de su propio jardín. Todos los días la anciana los podaba con sus propias manos temblorosas. Bueno, no con sus manos; se valía de tijeras filosas y podadoras de la más alta jardinería. Ella, en cambio, sí que usaba sus propias manos para escribir. Así como los perros movían sus patas dormidos mientras soñaban que corrían, ella debía galopar con sus dedos incluso en sueños. A veces despertaba en medio de la noche con una idea en la punta de la lengua, que se le disolvía en la boca como un somnífero, y entonces resultaba irrecuperable.
La anciana recolectaba las frutas maduras de los árboles, y los depuraba de las hojas y ramas secas. Eso sí, dejaba intactos los panales, convivía con las abejas como si fueran mariposas inofensivas, que morirían al día siguiente. Tal vez lo eran: la abeja obrera producía miel y construía su panal perfecto, con sus celdillas hexagonales para contener la miel, el polen y las larvas de la abeja reina, la única hembra fértil. Su vecina trabajaba como una abeja; era, con su remera amarilla y sus pantalones negros, una de ellas.
Las abejas, como su vecina, trabajaban todos los días bajo el rayo del sol. Al caer la noche, siempre quedaban cosas por hacer, que serían retomadas al día siguiente. Cada mañana allí estaban otra vez: la señora subida a una escalera plegable mientras recortaba las primeras hojas del día, las abejas zumbaban y se posaban sobre las flores. Así sería hasta el último día de sus vidas.
Ella tampoco dejaría de escribir, lo sabía. Que ahora se encontrara atascada no significaba que no quedaran cosas por hacer, solo que no sabía cómo seguir. La vecina y sus abejas no tenían ese problema.
Tanto ella como su vecina se la pasaban recortando las ramas que sobraban: sus textos eran como un jardín florecido, o un jardín florecido era como sus textos. A veces, lo que sobresalía de la forma esperada era lo que daba los mejores frutos. Escribir y podar eran trabajos infinitos. Mientras que para la poda existía el criterio de la prolijidad, para la escritura todos los días había un camino que trazar. Era agotador.
Las abejas le daban fobia. Cuando era chica, una le había picado el lóbulo de la oreja, que se infló y se tiñó de rojo como una nariz de payaso. Su madre la consoló diciendo que la abeja había provocado su propia venganza al activar el botón de autodestrucción: sin su aguijón ya no podría vivir. Más tarde, en la escuela primaria, aprendería que las abejas vivían en sociedad y se dividían en tres castas: la reina fértil, las obreras estériles y los machos zánganos. Cada grupo tenía roles y tareas asignadas, eran insectos sociales, su comunidad era armónica -tal vez más civilizada y evolucionada que las humanas- y practicaban la cooperación. Las abejas eran trabajadoras físicas. Ella también lo era en cierto punto: movía los dedos, pero lo que más tenía que mover era lo invisible, lo que sucede en ese lugar que suele estar asociado a la cabeza pero que en realidad no hay certezas sobre dónde queda: la mente. Le habría gustado poder desconectarla un rato, pedirle una tijera prestada a su vecina y cortar los cables enroscados de su mente. Pero no era capaz, siempre quedaban más y más cosas por hacer (recordó a su madre lustrando el piso, pasando la aspiradora una y otra vez, ordenando lo ya ordenado; siempre había algo más para hacer, una pelusa más, una arruga más en la camisa recién planchada, una miga más sobre la mesa. Hasta que en un momento se tiraba en el sillón exhausta; y continuaba al día siguiente).
Tal vez era hora de deshacerse de la fobia y aprender de ellas. Cuando se sentían atacadas, picaban. Ella trataba de hacer lo mismo con las palabras. Quería palabras que tuvieran dientes. Encontró una similitud entre dos de ellas, «atacadas» y «atascada». Pero eso no le servía en absoluto. Sus pensamientos terminaban por picarle el cerebro. Las abejas morían al clavar el aguijón; ella no, podía pincharse el cerebro pero nunca clavaría el aguijón. Nunca dejaría de escribir mientras siguiera viva. Eso sucedería de forma inevitable el día de su muerte. Pero temía morir como una abeja suicida, que su muerte fuera autoinfligida por la propia escritura: ¿Y si se clavaba el aguijón escribiendo? ¿Sería la escritura la que terminaría por matarla, o sería ella quien matara a su escritura? ¿Sería Romeo o sería Julieta? ¿La larva o la abeja?
Oyó un zumbido. Esta vez sí, una de ellas chocaba contra su ventana abierta. El sonido le daba escalofríos. La abeja consiguió entrar, se acercó a su rostro, le rozó la punta de la nariz obligándola a ponerse bizca y voló en círculos sobre su cabeza -ella la siguió con la vista, apartándose de su texto-, hasta posarse sobre la pantalla de la laptop. El zumbido cesó mientras la abeja se mantuvo quieta cubriendo una palabra que ella había tipeado con sus dedos: fobia. Ver de cerca al insecto le dio pánico, el peligro estaba adentro. Las baldosas del comedor parecían hexágonos pegajosos; tenía que irse de su casa lo antes posible. Cerró la laptop de golpe -ni siquiera alcanzó a ver si la abeja había quedado aplastada entre la pantalla y el teclado-, salió de su casa y corrió escaleras abajo hacia el domingo soporoso que esperaba afuera.