Hay 18 km entre tu casa y la mía

por Marcela Astudillo


En la esquina de Las Margaritas y Puerto Montt hay una casa grande. Una casa distinta a todas las del barrio. Tiene un jardín verde y frondoso, dos gnomos de barbas largas, un jueguito de terraza y una reposera oxidada. El barrio es gris y las fachadas son continuas, unidas unas a otras. No hay árboles, ni plazas. El pasto está amarillo y seco. Aquí no es bonito, aquí no vienen los turistas. Estamos lejos de las avenidas rodeadas de árboles, de los parques con esculturas, del mall más alto de latinoamérica, de los basureros de reciclaje.

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Mi casa es pequeña, la construyó mi papá y ya soportó un terremoto y más de veinte temblores fuertes, de esos que te quitan la estabilidad y hacen caer al piso los cuadros feos que cuelgan de las paredes. Mi casa es distinta a la casa linda de la esquina, la del jardín frondoso y los gnomos extraños. Quizás es porque está pintada del color más triste o porque mi papá la construyó mientras lloraba las infidelidades de mi mamá. Pienso mucho en esa canción de Violeta Parra que enumera una serie de plantas para apaciguar distintos dolores. Sugiere las violetas para combatir la tristeza, pero las violetas son muy caras y escasean en esta temporada. Por eso, intenté plantar algunos esquejes de árboles frutales en la entrada, pero las manadas de gatos huérfanos que deambulan por las noches, los mataron, poco a poco.

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Hace un par de meses conocí a Juan en el patio de la facultad de filosofía y letras. Tenía la ropa media desteñida y el pelo desordenado. Andaba en una bicicleta fixie  llena de stickers y media cagada a palos. Se veía igual que todos los hippies progresistas que participaban en las asambleas universitarias de los viernes. Charlamos un par de horas sobre las cuotas de la deuda universitaria, sobre cómo robar libros y todas las razones por las que odiamos a Bolaño. 

Juan vivía al otro extremo de la ciudad, allá donde no llega la locomoción pública y las nanas ocupan uniformes de mucamas hollywoodenses. Su mamá era arquitecta y su papá cirujano. La hermana artista visual y el cuñado fotógrafo de una revista de moda. Juan era el perfecto ejemplo del cheto abajista, ese que oculta su procedencia, sus billetes y lo irremediable de su lucrativo futuro. De todo me enteré con un exhaustivo stalkeo. Hasta pude percatarme, con un zoom audaz, de sus camisetas puestas al revés para evitar mostrar el logo de Polo Raplh Lauren. Su dinero no fue una excusa para parar de cogérmelo en los baños sucios del tercer piso o en los arbustos de la facultad de artes. El tampoco se detuvo, no le importaba que yo viviese en una población periférica, en una casa de ladrillos.

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Nuestro barrio se llama Huamachuco, como la última batalla de la guerra del pacífico. Estamos a la orilla del cerro de Renca, el cerro más feo de la capital. Lo único interesante es un pequeño santuario en medio de tanta sequedad. Ahí están los restos de Laura Vicuña, una beata que ofreció su vida a Dios a cambio de la conversión de su mamá pecadora. Unos años más tarde el cielo le cobró la oferta y murió muy joven. Yo jamás hubiese ofrecido nada para que mi mamá dejara de engañar a mi papá. Yo no soy una favorita de Dios.

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Juan me dijo que me amaba y me quedé callada. Pensé que la gente ya no amaba en estas épocas. Pensé que simplemente nos divertíamos cogiendo en lugares públicos. Más tarde, escribí algunos borradores de mensajes, pero no le envié ninguno.

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Todos en el barrio le tienen respeto a la casa de la esquina, la de las plantas florecidas y los gnomos enigmáticos. Una vecina me contó que ahí vive un narco retirado que quiere mantener un perfil bajo en el barrio, estar lejos del campo de batalla, de las calles álgidas y combativas. La casa es la más grande de toda la cuadra, pero disimula con su sencillez y sobriedad. Es la única que no tiene los muros rayados con graffitis callejeros. Nadie la quiere tocar, es nuestra pequeña postal de un lugar lindo, de un hogar cómodo, de un jardín que regar.

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Estoy adquiriendo el hábito del camuflaje, la magia de la teletransportación y el ghosteo sin culpa. También he desarrollado mi visión periférica, venciendo mi miopía y astigmatismo. Logro divisar a Juan a kilómetros de distancia. Su voz cruza toda la facultad y llega a mis oídos como una alarma de escape, como un recordatorio para desaparecer. No sé por qué tengo tanto miedo.

Hoy me dejó un mensaje, me preguntó si quería que se acercara en auto hasta la población para charlar en el parque y tomar unos tecitos. Acá en el barrio no hay parques y nadie toma té en la calle. La calle es peligrosa y sólo existe para transitarla por obligación, no para disfrutarla ni habitarla. Decidí no responderle. Me imagino que él debe creer que conocer mi barrio es el símil a la prueba de amor, a la certeza del cariño que viaja en auto desde el barrio más alto al barrio más bajo.

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Por las mañanas el sol despierta entre cumbias y reggaetones antiguos que retumban en cada rincón de la cuadra. Miro en loop cientos de historias de Instagram de gente que no conozco. Me ducho, como y visto con lo que sea, hace tres días que no me miro al espejo. Mi casa está a dos horas de la facultad, es un viaje largo que me obliga a caminar ansiosa, a no detenerme en los detalles. Al llegar al paradero, espero la micro mirando la casa de la esquina. La casa de mis sueños, con el jardín más frondoso que nunca, con los gnomos escondidos entre los helechos pequeños, con el juego de terraza perfecto para tomar un tecito y disfrutar del sol de invierno. La siento mía, todos los días. Hoy está distinta, el blanco virgen de las murallas que dan a la calle fue corrompido con un grafiti a tres colores. Está escrito mi nombre, con la caligrafía más elegante de Dafont, con la “c” en mayúscula, con un punto después de la última vocal. Está escrito mi nombre, suave y rítmico, más lindo que nunca. En un color sobrio, en un trazo dedicado. Claudia, mi nombre. En la casa más linda del barrio, en mi postal secreta, en mi punto fijo de calma. El nombre que eligió mi mamá para mí, antes de desaparecer. El nombre que a veces olvido. El nombre de una actriz famosa que se desnudaba en los programas nocturnos de los 90s.  El nombre que mi papá tiene tatuado en el brazo. Mi nombre. Abajo, en letra minúscula, en un tamaño casi imperceptible, un te amo. Sigiloso y avergonzado, materializando la prueba de amor más certera y cliché, en medio de la población más insegura de la zona norte del gran Santiago.