Querida silla mecedora


por Martín Besendorf

Podría escribirle a cualquier otro objeto en este departamento. Al mueble-bar, a los candelabros rumanos, a las fotos de mis primos ingleses, a las raciones de arenque marinado enlatadas y apiladas en la alacena para las próximas cuatro o cinco fiestas o a la colección de estampillas de mi abuelo muerto. Pero no puedo dejar de mirarte. Hay algo hipnótico en tu balanceo, en tu olor a madera gastada. Creo que siempre le gustaste a mi abuelo porque eras lo único capaz de sostener su sensación de desequilibrio, sus temblores, su miedo a salir. También pienso que moverte sería desdibujar las fronteras de la casa, arrancarle la memoria a mi abuela, que siempre sostuvo todo lo que se iba cayendo.

Mi abuela insiste en que llamemos a una bruja, que la familia está maldita, que sobre las mujeres de la familia cayó una maldición y deben hacerse cargo de la enfermedad y la idiotez de los hombres con los que se casaron.

La habrás escuchado llamarme por el nombre de mi mamá. Es que mi nombre en hebreo se distingue apenas por una vocal del nombre de mi mamá. Tanto mis hermanos, como mis primos, fueron llamados con nombres hebreos. En cambio a mi me pusieron un nombre latino, Martín, consagrado al dios de la guerra, y uno en hebreo, Mijael, que se asemeja a dios. No conozco tanto qué de lo divino vieron en mí. Pero ella siempre me elige para sus batallas, para insultar en voz alta, en especial a mi papá, y después decir en un hebreo fuerte y arrepentida “Lashon Hara”. Para mi abuela no se puede maldecir. Pero cuando empiezan tus vaivenes, la lengua se entrelaza con tus hilos y las derivas la llevan a los lugares que compartimos.

No sé cuántas veces habrás escuchado a mi abuela contar tu historia. Dice que te trajeron en el 68, que te hizo mi bisabuelo, que paseaste por un kibutz, una casa frente al mar, que llegaste al once después de los traumas de mi abuelo por la guerra, después de una promesa de un negocio en azcuénaga y sarmiento por parte de su cuñado que terminó en una estafa. Toda promesa de futuro es una estafa. Mi abuela dijo que te llevara conmigo cuando ella se muera.

Quizás sea por tu posición en la casa, el único rincón que tiene un pedazo de luz natural, por donde el sol se hace paso para hacer lugar a tu presencia, que me quedo siempre cerca tuyo. El resto de la casa es una comunidad de preocupaciones que se desatan cuando mi abuela grita “esto es lo que hay”.