Mi artista favorito

por Verónica Castagnino

Lo supe inmediatamente cuando lo vi por primera vez. Como cuando una espera termina o como cuando comienza un largo viaje, con la trascendencia que se le da durante la primera juventud a los encuentros, a los flechazos. Había encontrado a mi artista favorito. Tarde, pero había llegado. 

No había conseguido alimentar un fanatismo en la adolescencia, no seguía a nadie y sufrí el desamparo de los que andan sin definiciones musicales. Iba a recitales pero me sentía una impostora, un alga sin vida arrastrada por la potente y ruidosa ola humana. Así llegué a la juventud siendo poco adolescente, se sabe que el fanatismo es preciso en ciertas edades. Sentía esa carencia pero no podía fingir que ningún artista de los que había conocido  podía convertirme en fan. Hasta que mi novio de aquel entonces me llevó a un recital de esas bandas que por su escasa popularidad pero por la fidelidad de sus seguidores y la calidad de su música son consideradas de culto. Ahí estaba mi artista favorito, ocupando el escenario con su voz hipnotica. Es él, pensé. Y ahí comenzó todo. 

A los pocos días compré el cd de la banda y lo escuché hasta memorizarlo. Mi novio percibió que algo se había despertado en mí. Quizás aliviado porque alguien además de él despertara mi interés o  tal vez para mostrarme que él conocía más que yo a mi artista favorito, fue que me obsequió un cassette con cinco canciones grabadas directo de la radio Eran canciones de una banda anterior aún más desconocida y de culto que la actual. El cassette completaba su duración de 60 minutos con las cinco canciones loopeadas de un lado y del otro, un trabajo que mostraba el empeño y el carácter obsesivo de mi novio de aquel entonces. 

Comencé a poner el cassette para dormirme. Dado a lo moderno de mi minicomponente no hacía falta darlo vuelta para que continúe pasando del lado A al lado B y viceversa;  por lo que la música me acompañaba durante toda la noche hasta el alba. Estaba enamorada de mi novio de aquel entonces y el gesto del cassette sin fin, me había enamorado más. Escucharlo en la cama, me hacía sentir en su compañía.  Influenciada por la voz subliminal de mi artista favorito, empecé a soñar con él todas las noches. En los sueños iba  a la casa o me  lo encontraba en una fiesta cantando. Siempre vestido como en la tapa de sus discos.  Una vez soñé que nos encontrábamos en el café Richmond y yo le prestaba un libro antiguo. Cuidalo, que es una reliquia familiar, le decía.  “La maldición de la botella y el mar” era  el título del libro soñado. 

Con aquel novio  seguimos a la banda por muchos escenarios locales a tal punto que sentimos que los de la banda nos empezaron a reconocer entre el público. Un día llegamos muy tarde a un recital, dando por hecho  que los artistas siempre son impuntuales Cuando estábamos a una cuadra vimos a mi artista favorito y toda su banda caminando hacia nosotros. 

-Chicos llegaron tarde, nos dijo una de las coristas y nos invitó a salir con ellos.

Mi novio estaba feliz porque  para cualquier seguidor codearse con la banda que idolatraba era una fantasía Pero yo no funcionaba de la misma manera. Me parecía que frecuentar a mi artista favorito podía llegar a ser el fin de una admiración que me había costado mucho conseguir. No quería verlo como a una persona. Pasé la noche bailando sin voluntad y tratando de no generar ningún tipo de interacción ni simpatía. Mi novio estaba incómodo por mi actitud e hizo lo mejor que pudo para mostrarse cordial con la banda.  En cuanto nos fuimos del boliche  reprochó amargamente mi conducta y la adjudico a un recelo enfermizo hacia él, a una necesidad de monopolizarlo. 

Al poco tiempo me separé de ese novio y con esa ruptura difícil de transitar, la relación con la banda de mi artista favorito también se resintió. Me traía demasiados recuerdos  como para seguir siendo fiel espectadora de todos sus recitales. Pero pasados los meses y un poco en busca de la confirmación de que ya había superado la tristeza, fui a verlo a un local de Palermo  acompañada por un amigo. 

Fue una sorpresa descubrir a una nueva corista.  No porque fuera infrecuente la alternancia de mujeres ocupando este rol, sino porque quien estaba ahora en el escenario era una querida  compañera  de la escuela primaria. El lugar era pequeño y  con mesas, estilo café concert, por lo cual mi antigua amiga también me vio. Con entusiasmo me hizo señas  al finalizar el show para que la espere. La coincidencia me llenó de fastidio, no porque me resultara desagradable el reencuentro, si no porque nuevamente iba a estar más cerca de la banda de lo que quería. 

Mi antigua amiga nos encontró en el pasillo y  se mostró  alegre y dispuesta a recuperar nuestras compincherías de la infancia. Intercambiamos números telefónicos. Allí mismo nos  participó de su cumpleaños, una fiesta de disfraces a realizarse el sábado siguiente.  Le prometí que iría y rechacé  la invitación de entrar al camarín para beber algo.  Cuando salimos del local, mi amigo me dijo que quería ir al cumpleaños, ya que se había sentido  atraído por mi antigua amiga.

Me disfracé de Batman para permanecer anónima, como debía ser, según mi pensamiento, un buen fan. De todas maneras no sabía bien si mi artista favorito me reconocía por mi recurrencia en su reducida platea, quizás nunca había reparado en mi. Esa noche mi amigo se quedó después de la fiesta acompañando a la anfitriona, según me contó por teléfono al día siguiente. Por un tiempo no me interesó volver a verlos, ni a él , ni a mi vieja amiga, ni a la banda. Quizás lo interpretaran  nuevamente como celos, pero no me importaba. 

Pasaron unos meses cuando un nuevo novio me invitó a acompañarlo  al cumpleaños de su jefe, un director de cine, que estaba cobrando notoriedad en la escena local. Mi entusiasmo por conocer gente del mundo del cine, enseguida se opacó al ver que uno de los participantes de la élite de esa noche, era mi artista favorito y su novia. Mientras participamos del cumpleaños él ni siquiera me miraba. En apariencia no me reconocía. Eso me sirvió de tranquilidad durante esa noche y mi nuevo novio no notó incomodidad alguna.  

¿Cómo era posible tanta reiteración;  tanta casualidad? Solo un ambiente artístico endogámico, acotado y casi pueblerino como el de Buenos Aires era la explicación posible. No se podía circular sin encontrarse una y otra vez con los mismos rostros.  Qué hartazgo.  Como un adicto en recuperación,  la única solución era el retiro, sin términos medios. Nuevas amistades, nuevos intereses,  nueva vida. 

Sin embargo, no fue por esa idea  que me alejé de la noche ni de ciertos ambientes.  Tuve una hija y bien es sabido que la demanda de un lactante anula la existencia del mundo exterior, sea cual fuere. No recordé nada más de mi vida pasada y mucho menos a mi artista favorito. 

Un día iba con mi hija a  la casa de una tía muy querida que por su avanzada edad solo recibía visitas. Vivía en un departamento antiguo con ascensor tipo jaula. Ya estaba dentro del ascensor con mi hija en brazos cuando vi,  a la par que nos elevábamos,  a mi artista favorito  llave en mano  en dirección hacia la puerta tijera que yo había cerrado segundos antes.  Sin pensarlo levanté a mi hija para cubrir mi rostro mientras mi cuerpo desaparecía paulatinamente de la planta baja. Cuando  entré a lo de mi tía le consulté si tenía un vecino con las características de mi artista favorito, para confirmar si mi percepción había sido correcta. 

 -¡Claro! Es un cantante ¿Lo conocés? Dijo mi querida tía, es amoroso.  Antes de comprarse el  departamento de abajo. vino a conocer el mío. El muchacho de la inmobiliaria me pidió permiso porque quería mostrar las reformas que yo había hecho. Desde ahí, que me consulta cosas, me visita y yo lo visito, como viejos amigos. Hasta me trajo un regalo para Navidad.  ¿Vos lo conocés?

-No- Le respondí a mi tía- me lo confundí con otra persona que conozco pero que no es cantante. 

Esa noche no podía dormir pensando en ese encuentro. Sentí que la presencia de mi artista favorito era casi una maldición. Claro que él podía pensar lo mismo de mí, que había sido su fan. Quizá creyera que yo lo perseguía y hacía todo por estar en su círculo de relaciones y fingía no reconocerme por el temor que le provocaba el encuentro con mi persona. Yo sabía que esto no era así, que yo nunca había querido acercarme a él, solo lo admiraba cuando las luces del escenario iluminaban su cara.  Quien sabe si no era al revés,  si yo no era la única persona con cualidades de groupie que tenía  la banda y el me seguía a mi para no perder la calidez de mis aplausos. En fin, eran todas ideas insólitas y estúpidas las que tuve esa noche. Demasiado Cortázar en la adolescencia pensé recordando a mi viejo escritor favorito y todas sus artificiosas fantasías. Ya no me gustaba Cortázar y me avergonzaba de esos gustos literarios tempranos cuando los recordaba. Me dormí pensando en lo mal que manejaba mi admiración,  en cómo intentaba escapar de ella y ella aparecía en mis pensamientos o entre mis cosas, como ahora. 

Esa noche soñé que alguien golpeaba la puerta de mi casa, que yo la abría con una determinación onírica y no veía a nadie. Antes de cerrar la puerta descubrí  en el piso una caja de cartón envuelta en chiffon rojo brillante. Leí una tarjeta sin firmar que solo decía: perdón la demora. Dentro de la caja encontraba un libro antiguo, La maldición de la botella y el mar, decían las letras que alguna vez habían sido doradas.