Chimango

por Malena Zanazzi

El grito de un pájaro me obliga a mirar por la ventana. Mi tragedia personal me tiene absorta hace una hora, tildada en la página de un libro al que le pido a gritos que hable de mi, que me de una pista. Por momentos logro identificarme, pero el personaje suma preguntas y no brinda ninguna respuesta. Se pinta de cuerpo entero con la reflexión que permite el paso de los años, cuando la experiencia es tanta que permite sacar algunas conclusiones pero ya es tarde y a nadie le importa. Es un libro que viene del pasado a hablarme del futuro; me advierte y me calma, pero en este momento nadie puede ayudarme: ¿por qué esta evidente incapacidad para existir en el mundo de una forma equilibrada?.

                La semana pasada el kinesiólogo me propuso medir mi centro de gravedad. Como un accidente en el pie derecho desacomodó todas las piezas de mi tren inferior, era necesario un diagnóstico total. Me subí a una plataforma conectada por wifi a un televisor. En la pantalla, un programa especial de rehabilitación mostraba personajes en tres dimensiones que elongaban y reían. El kinesiólogo tenía el control y eligió mi avatar sin preguntarme. Yo quería el que llevaba un conjunto deportivo rojo y pelo negro cortito, como el mío, pero al parecer era varón y por lo tanto inadmisible, y tuve que conformarme con una chica de pelo largo marrón oscuro y brushing. Apoyé los dos pies sobre la cruz del medio como indicaba mi yo del televisor y esperé que terminara el escaneo. Por un momento tuve esperanzas, como si fuera posible que el azar venciera a la ciencia y me dejara intacta de manera milagrosa, después de haber rodado hacia el piso por las escaleras. El resultado fue contundente: un punto rojo gigante en el cuadrante trasero izquierdo de la plataforma titilaba peligroso. “Hay que trabajar y volver al medio de la cruz”. Si ese punto se hubiera desplegado en el espacio hacia el techo como un rayo láser, pensé, tendría las dos mitades de mi corazón en las manos. Descompensada, descentrada, ¿comunista? (el lado izquierdo, siempre el lado izquierdo). Todo ese peso siempre anudado al corazón.

                Vuelvo al pájaro. Su grito es exagerado, aunque también puede no serlo, ya que no conozco el volumen promedio de su especie. El mío está por encima de la media y suele traerme muchos problemas que intento alivianar diciendo “debo estar un poco sorda”. En mi familia todxs gritamos pero también nos avisamos cuando la cosa se vuelve intolerable: “respirá profundo”, “bajá dos tonos”, “estás mal”. Se grita de bronca en una discusión cotidiana pero también de entusiasmo. Mi mamá grita “Te voy a matar” y “¡Florecieron los malvones!” de la misma manera. Entre nosotrxs sabemos que no lo hacemos a propósito, pero mi hermana y yo tuvimos que aprender que de la puerta de casa para afuera no está bien visto y, a veces, asusta. Ahora, además de aprender por tercera vez a caminar, intento lograr la autoconciencia plena para no gritar demasiado y que la gente que quiero no me abandone.

                El pájaro es un chimango y vuela entre los troncos de árboles altísimos, típicos de los bosques de la costa atlántica. Digo típicos porque no recuerdo su nombre, o quizás nunca lo supe. En estos días tengo la suerte de poder mirar el bosque por la ventana. Gracias al chimango puedo notar la danza suave de los árboles. Se balancean de un lado a otro con tranquilidad, agitan sus melenas y chocan sus ramas sin violencia. Todos juntos parecen armar una coreografía que me trae paz en un momento necesario. Mi mamá dice que el vaivén en altura es lo que impide que se caigan cuando hay mucho viento y esa estrategia milenaria me parece deslumbrante. Si ellos me vieran por la ventana se darían cuenta de mi lucha contra la rigidez. En mi segunda operación, cambiaron los tornillos del pie que me habían puesto en la primera por otros mejores. Los tengo de recuerdo en un cajón, adentro de una bolsita de plástico transparente. No me animo a tirarlos, una parte de mi sigue imantada a ellos. No lo cuento para dar pena, eso después de un tiempo no funciona. Tampoco me interesa hacer un altar o desparramar interpretaciones (nadie quiere ser responsable de su dolor). Quiero que en estos días lo sepa el bosque porque no me conoce, y que lo sepa el chimango para que no vuele hacia mi cara y me asuste (no puedo correr todavía), y para que lo sepa la arena así se moja y es más firme el paso, y el tipo que alquila cuatriciclos así no me atropella. El mar ya lo sabe y no le importa, pero yo lo respeto y recibo su fuerza sentada en la orilla.