Entre tanta quietud

por Catita Guebel

Sería inteligente, entre tanta quietud, imaginar otro espacio. No quisiera encontrarme entre paredes, estanterías atiborradas, ni deseo permanecer un minuto más sentada, con la mirada perdida entre las cajas de cartón. Abro los brazos y las manos en actitud de ofrenda, dar y recibir. Cierro apenas los ojos y espero al hecho mágico, una respuesta, una señal. Soy consciente del capricho de mis gestos; aún así espero.

Comienza un zumbido, el suelo late. Siento húmedo y áspero en los pies, mis zapatos han desaparecido. Reconozco la hierba y su aroma a rocío, me agrada. A kilómetros de mí se encuentran los montes planos, lilas, un frío seco reluciente. Diviso un río que cruza perdiéndose entre las laderas. Su agua joven, en constante renovación. Muta de un estado a otro, no le pertenece ni al aire, ni al cielo ni a la tierra. Veo a lo lejos un grupo de mujeres bañándose, su piel torna al brillo opaco de una perla. Abandonan sus harapos al norte para entrar desnudas y salir al sur recubiertas de musgo. Peregrinan luego todas juntas formando una fila. Al sol sus algas se secan convirtiéndose en túnicas traslúcidas. A mi lado encuentro una mesita de mimbre dorado con un banco haciendo juego. Está la comida lista, humeante. Me siento allí dispuesta a disfrutar de las ofrendas, descifrar el paisaje. Bebo mi té y dejo caer el brazo al costado, relajada.

De repente, una sensación cálida en la punta de mis dedos, es húmeda y áspera a la vez, como cuando advertí el césped en el cual ahora me paro. Al voltear la cabeza veo una cabra lamiendo mi mano, lleva una pequeña canasta en su lomo. En su interior hay una nota: “fin y comienzo”.