por Lucía Tebaldi
Acuarela: Jazmín Mehaudy
¿Por qué intento controlar el aire? Es la forma que encontré de resguardarme. No respirar cuando hay otros cerca es mi forma de decidir sobre mi vida o eso pienso. De esta forma puedo ir por una calle con bici-senda, si los ciclistas pasan simplemente no respiro. Comenzar por lapsus pequeños, no respirar por unos segundos si alguien se acerca y luego se va perfeccionando esta disciplina. Se puede así entrar a la panadería y no respirar mientras se compra, hasta incluso permite hablar y no respirar. Leí que esto no solo expande la capacidad pulmonar sino que la apnea produce que las células del cuerpo se oxigenen mejor, según el doctor La Rosa destruyo las células senescentes o viejas y genero nuevas. Si no respiro, rejuvenezco, aumento mi expectativa de vida. Y lo que yo más quiero es tener una enorme expectativa de vida. Porque soy un ser expectante. Un ser expectante que espera.
El entrenamiento es largo pero concreto, me permite también tener mayor libertad, ahora puedo tolerar la cercanía de lo que considero el mayor peligro: los niños. No respires y estarás a salvo, pienso. El entrenamiento concluirá cuando logre mi mayor desafío: el ascensor. Los seis pisos desde la planta baja hasta mi casa. Lo he logrado muy pocas veces. Porque el ascensor es lento. Abro las puertas, hago una última inhalación profunda antes de cerrarlas, toco lo más rápido que puedo el botón del sexto. Comienzo a soltar el aire de a poco, racionándolo entre los pisos hasta que no tengo más aire que soltar. Entonces me miro al espejo intentando distraerme, decirme: puedo aguantar. Puedo un poco más. Hay monjes que han logrado quemarse vivos durante una meditación, sin inmutarse, hay hombres que salen al espacio, hay buzos, y estoy yo en un ascensor descascarado intentando otra proeza. Sobrevivir a la apnea, pienso, es cultivar un nuevo poder, acercarme a mi naturaleza de buda. Hay veces que entre el cuarto y el quinto piso me encuentro inhalando desesperadamente, como una fuerza incontrolable que no puedo dominar y me toma por completo, como si algo me dijera: tenés que respirar aunque no quieras, respirá. Pero esto no me desanima. Porque no respirar es también una forma de querer morir. De decidir morir entre los pisos pero que el cuerpo en automático, de forma natural, se resista, abra la boca desesperado y coma una cantidad suficiente de aire para revivir.
Pero no respirar no es decidir morirse, es hacer mi simulacro de muerte. Y cuando ya no puedo más, que la vida me venga a rescatar, como un viento, como un huracán que me lleva puesta. Algo sublime como cuando vi las cataratas. No respiro y respiro de pronto sin querer, contra mi voluntad. Entonces me siento a salvo porque esto prueba que soy parte de algo más grande, estoy en una ola. Una vez vi una obra en la que Analía Couceyro decía que iba a ensayar su muerte y lo hacía una y otra vez. El escenario estaba vacío pero era al mismo tiempo una calle o un patio en algún lugar de Argentina o Brasil. Un patio con plantas. Yo también jugaba mucho a morirme con la boca y los ojos abiertos, mi amiga Juliana me los cerraba y decía: que en paz descanse. Y después lo hacía ella, intercambiábamos roles. Si algo que no soy yo quiere que respire y viva, entonces descanso en dios. O en una montaña. Y así puedo dormir. Sino no podría entregarme al sueño. Cada noche pienso: ¿quien puede garantizar que nos despertemos? Por eso no quiero que me operen nunca. La anestesia general es entregarse a la muerte. Y yo desconfío de la vida. No respirar es la vía. El camino del autoconocimiento, pienso. El camino del samurái. Y también una forma de control , de autocontrol. Me aprieta como el corset que se ponen las mujeres desde el 1700 antes de Cristo. Me pregunto si querrían también tener algún control. Contengo la respiración preparándome para morir como ensayos. Repeticiones. Pruebitas. Para una y otra vez invocar lo no- aire. El Stop. La detención. Pero mis ensayos son dentro de la red, de este lado, porque estoy viva o viva a medias.
Hace años viví en otra ciudad en una casa alquilada, con muebles y objetos de otra persona. En la biblioteca encontré un libro al azar que recopilaba diálogos de un gurú hindú, un campesino muy sencillo, que había encontrado a su maestro y se había iluminado. El libro eran preguntas de personas que iban desde todas partes del mundo a consultarlo, le preguntaban todo, por qué sufrían, qué tenían que hacer, y el gurú contestaba. Sus respuestas a los visitantes eran extrañas: ¿Quién era usted antes de nacer? ¿Dónde existía? “Encuentre a quien estuvo presente en su nacimiento y quien será testigo de su muerte”. Lo leí durante varias semanas sin parar, todos los días, me despertaba y leía hipnotizada. Un día en un tren, de pronto, me pareció que yo no decidía nada, no hacía nada: a nosotros nos arrastra el mar. Este descubrimiento fue una certeza. ¡Somos vitalmente arrastrados por un tsunami incontenible!. Quisiera no olvidarlo. ¡Vivir en esa fuerza!. Recostarme en el mar y no respirar, dejar que me respiren.