por Florencia Polimeni
Debería haber un premio
a los mejores jardines de la patria
Jardines de terrazas
Jardines de patios
Jardines de balcón
Jardines de pasillos
jardines de salvias, de camelias, de dientes de león de tacos de reina
Jardines de invierno
Jardines de sombra
Jardines de cactus
Y por supuesto
Jardines de rosas
De cualquier modo
yo no competiría
Mi mamá siempre me ganaba
me gastaba
me enfurecía
Un día decidí que no
iba a importarme más ganar.
Creo que nunca lo logré,
como con los poemas.
Al menos los jardines
son una buena causa,
un lugar donde sembrar
esa fuerza guerrera
de este sistema de mierda
para exorcizarla.
Al menos una forma
de construir nuevos mundos
de recuperar la esperanza
de evadirnos del colapso
Mi mesa de almácigos
está llena de brotes,
en macetas plásticas,
en cajas de cartón,
en botellas recortadas
Esperan alcanzar
los 10 cm
para ser llevadas a la tierra,
su destino.
Velo
caprichosamente,
cuánta luz, cuánta humedad, cuánta sombra.
Todo a veces resucita
o a veces mata.
Puede que
jamás
algo se asome,
que la tierra pierda lozanía,
que haya sólo ausencia,
que pasen meses y semanas
de cuidados intensivos
y de magias vanas.
Puede pasar
que crezca algo vigoroso,
que una mañana amanezca
despanzurrado, caído,
comido, muerto
Cada día puedo germinar
o dormir para siempre
Latas verdes y plateadas
de cerveza
se sacuden con el viento
Su ruido espanta
a los pájaros.
Renegado
un muñeco de madera aglomerada
y espalda de molinete
vigila.
Atalayas de envases
lucen sus estridencias
en medio de acelgas y remolachas
Un preciso código
de color define su sentido:
los amarillos
untados en aceite
cautivan a las mosquitas
que acaban en un collage
de cuerpos pegoteados,
los transparentes
son brazaletes protectores,
los blancos señalan
la identidad indefectible
de cada brote.
Recuerdo aquel viejo loco
enfrente del taller de La Boca.
Su casa desbordaba
bolsas de polietileno,
bandejitas de delivery,
botellas de leche
y lavandinas vacías.
Vinieron a buscarlo
de la municipalidad.