por Valentina Saievich
La transición del sueño a la vigilia no termina de cicatrizar. Los opuestos se atraen y se lastiman como dos cactus que se abrazan. Sus sangres se mezclan y se confunden, se contagian.
Camino por el pasillo descalza, siento cómo la mugre se me incrusta en las plantas de los pies. Son los desperdicios de la vida cotidiana que quieren volver a mí, como un piojo a una cabeza poblada y caliente. Nostálgicos, se aferran al pasado. Una bola de pelos. Un vidrio del vaso que rompió mamá hace poco; su venganza: cuanto más chico, más peligroso. Una munición que por escaparse de la sopa se secó y camufló en el parquet de madera. La corteza de una uña. El noventa por ciento del polvo doméstico está compuesto por células muertas.
El cementerio de desperdicios es para mí la misma masa homogénea que siempre alfombra el piso;
si lo sacudo, respirar es drogarse de un saque de cenizas.
Hasta que imagino que soy del tamaño de una hormiga, y descubro la singularidad de cada partícula.
El todo se convierte en la suma de las partes. A esa escala, como en la nuestra, los días no son siempre iguales, el cementerio tiene espíritu de museo, actualiza su exhibición periódicamente. La rutina se vuelve mera apariencia cuando nos adentramos en las pequeñas cosas; deja de existir cuando percibimos el tsunami que hay en un vaso de agua. La biodiversidad clandestina emerge de las profundidades subacuáticas para conquistar la tierra.
Los desperdicios se desprenden de mis pies cuando los meto bajo el chorro. El agua es policía de la
nostalgia: fluye violenta contra lo que se quiere aferrar; lava pero también erosiona.
Me aseguro de que sea la hora en que el sol refleja en la pared la silueta del mandala que está
pegado en la ventana que, a esta hora, se deja atravesar. Es la hora del saludo al sol.
Después de seguir con atención el hilo de mis pensamientos, de visualizar sus ramificaciones como
sudaca que estudia la red de subtes de Nueva York, me detengo. Las ruedas del tren rechinan contra
los rieles. Estoy parada en el andén pero no en la estación, tampoco partiendo hacia la siguiente. Me
detengo porque temo ser parte de la clase de personas que suponen que con sólo enumerar los eventos simples de la naturaleza -un amanecer, un atardecer, el vapor de una taza de café, que no es
más que lo que sucede cuando un líquido está caliente-; que con sólo hacer un listado de cosas que se consideran cápsulas de felicidad en miniatura -y con en miniatura me refiero a de esas con pocas
pretensiones, y con cápsulas me refiero a que están al alcance de la mano, en la mesa de luz, en el
primer cajón del botiquín-, se está escribiendo poesía.
Y si formo parte de ese tipo de personas, ¿qué?
A veces pienso que la belleza está en lo simple, y la felicidad en la inocencia. La veo salir volando sobre el lomo de una golondrina. Su frecuencia cardíaca es de doscientos sesenta latidos por minuto;
no deja tiempo para pensar.
Después de todo no hay mugre en mis pies, no los meto bajo el chorro de agua, no veo la sombra del
mandala, ni me estoy preguntando seriamente si soy sólo una estúpida que se considera poeta.
Después de todo, no estoy segura de haberme despertado.
Dicen que la poesía
crea universos.
Me pregunto para qué
construir cohetes que nos lleven
muy lejos,
si lo extraordinario se observa con lupa,
sólo a veces, con telescopio.
La realidad es una mamushka
quizá haya que desarmarla
para sacar a la chiva,
como cirujanxs del sueño: un tajo
y extirpar sus intestinos nutritivos
en el laboratorio onírico,
que comparten (y este es
el verdadero coworking)
con lxs bioquímicxs de palabras:
por la noche, los conejillos son sueños;
más tarde, el capullo se abre
y salen volando
poemas.
*
La veo en algún lado de la casa. La capturo como un coleccionista de insectos a una mariposa. La encuentro como a una araña en una esquina del techo; mis ojos son frascos de vidrio, cazadores de
ideas.
Algo me distrae. Una abeja justiciera le pica el lóbulo de la oreja al coleccionista y la mariposa aprovecha para escaparse volando. Mis ojos, cazadores de ideas, no pudieron retenerla. Se escabulló
como un colibrí tembloroso. Un colibrí de colores, tan cautivante como veloz. Apenas se deja ver de lejos y el espectáculo dura un instante, como fuegos artificiales que se convierten en pólvora.
Si cierro los ojos veo al colibrí, se balancea nervioso dentro de una jaula, desorbitado ante la falta de
libertad. Jamás había visto uno así, casi inmóvil. De vez en cuando chilla y yo le acerco flores para picotear. Al colibrí también lo llaman picaflor.
Abro los ojos y mi estrella pop y fugaz a la vez desapareció tras un arbusto. Las ideas que no se anotan, se sepultan. Cerrar los ojos ya no sirve: un agujero negro y glotón se tragó la galaxia entera y
ocupa el centro del escenario.
Pienso en lo azaroso de haber visto esa idea y no otra, con todas las aves que vuelan en el cielo… Decir más vale pájaro en mano que mil volando, es decir también que ese pájaro es un milésimo de
todos los pájaros. Me alivia pensar que si no me hubiera puesto a cazar ideas, o si me hubiera distraído apenas un instante, entonces no habría perdido la que cacé. Que sean como estrellas
fugaces, únicas e irrepetibles, como cada segundo que pasa en una vida, no me da más culpa, al contrario. Saber que las chances son de una en mil -o una en infinitas, si se nos permite apartarnos
del refrán- me hace pensar que era muy probable que esa idea no se cruzara en mi camino, y que al fin y al cabo perderla tiene las mismas consecuencias que nunca haberla encontrado. Ya sé que esto
puede parecer un manifiesto nostálgico de los tiempos analógicos, cuando todavía era posible perderse o nunca encontrarse, cuando el azar todavía existía para exculparnos de los desencuentros.
No. No me da más culpa, me consuela pensar que cualquier eventualidad podría haber surgido para
arrebatarme la idea, como lava de un volcán activo. Una abeja, una tormenta, el azar entero, otra
idea. Y entonces hubiera sido lo mismo.
Si me hubiera sentado a escribir
este poema mañana,
no sería este poema.
Ya me lo advirtieron en la colonia de verano:
mi barba
tiene tres pelos, tres pelos tiene
mi barba,
si no tuviera tres pelos,
pues no sería
mi barba.
De eso
estoy convencida pero
a veces
siento que
siempre
los días son iguales, o que
nunca
son distintos.
Aunque después me digo:
acaso escribo
el mismo poema todos los días
de mi vida
*
La jabonera de mi baño es un pedazo de mármol que tiene tallado el nombre de mi mamá. Dice «Andre» y ahí la piedra se corta con un golpe abrupto, lo suficientemente fuerte como para romper
el mármol. Es arquitecta, y dice que encontró la piedra en una obra.
Ahora la superficie siempre está viscosa y con olor a lavanda.
Mamá también dice que debe ser un fragmento de una placa que llevaba inscrito el nombre de algún
arquitecto de un edificio emblemático. Yo digo que es un pedazo de la lápida de alguien que ya no es
emblemático para nadie. La muerte definitiva sucede cuando ya no queda ni una conciencia capaz de
recordarte.
Somos esclavxs de la muerte, pero antes lo somos de la condición humana. Aunque queramos
escapar del pensamiento, estirarnos como un gato, por ejemplo, no podemos hacerlo. Pienso, luego
existo, diría uno de los pocos que, a pesar del paso del tiempo, no quedaría pronto en el olvido. Y
cuánta razón: sólo el pensamiento trasciende los límites de la existencia y su vencimiento.
Somos libres
de renunciar a muchas cosas;
pero ciertas capacidades que nos son entregadas llevan
la misma etiqueta que la lencería:
sin devolución
el límite de nuestra libertad
es la mente;
la escapatoria,
la muerte.