microrrelatos

por Valentina Saievich

 De prisa

«¡Ey, puedo ver los hilos!», exclamó el niño mientras Peter Pan volaba en el escenario. Las madres se alejaron con sus hijos. El niño se rodeó de butacas vacías, ocupadas únicamente por pochoclos rebeldes. A él no le interesaba viajar a Nunca Jamás.

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Suerte

Una ambulancia lo atropelló al cruzar. Al menos me ahorro el llamado, pensó. «Lo sentimos, debemos atender la urgencia para la cual fuimos solicitados».

Se sentó a esperar en el cordón, el viento en contra le secó la sangre, y oyó cómo la sirena se alejaba hasta esconderse en el silencio. Con más suerte se habría salvado de llamar a la ambulancia; alguien más lo haría por segunda vez. 

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Le dieron el alta, pagó a los médicos para que dijeran que hicieron todo lo posible, se sacó el camisolín, se puso camiseta y jeans, las puertas del hospital se abrieron para él, salió triunfante, caminó liviano hacia ninguna parte.

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Un muchacho atractivo que pasea a su perro pisa la baldosa que está junto a la que yo piso. Miro a su perro. Es otoño y un viento revuelve las hojas que descansan en la vereda. Al llegar a la esquina, el semáforo me detiene. Algo me roza las piernas. Es su perro. Más arriba está él, pero no lo miro. Miro a su perro, como si fuera a revelarme algo de su amo; la manera de rascarse, de esperar sentado con la lengua afuera, de mover la cola, de lamer un hueso, de pillar en la vereda.

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Los pelos de gato se acumulaban en cada rincón del hogar y la madre decidió comprar un plumero. Tocaron el timbre y el gato se estiró. La hija bajó a retirar el paquete y subió con él. Lo desenvolvió en el sillón, se desnudó, se quitó el polvo del cuerpo y, luego del cosquilleo, se metió en la ducha. Al salir, el living parecía un gallinero después de una pelea de pollos hormonados. El gato lo había destrozado todo.

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Me gustaban los hombres de letra redonda. Esos sí que sabían acariciar. Dibujaban círculos con los dedos y curvaturas con la muñeca. Construían puentes con la columna vertebral y burbujas con la boca.

Hasta que un día la punta de la lapicera agujereaba el papel. Letras y palabras redondas se clavaban en la mesa, pinchazos de tinta roja.

Por eso prefería los pintores a los escritores. La punta de su pincel serpenteaba sobre los pezones y se deslizaba sobre el clítoris, empapada de pintura al óleo. Y te preguntaban, con un siseo suave, ¿qué color querés?

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El pescador, por primera vez en mucho tiempo, vio en el barro esqueletos que no eran de pez ni de manzana. Se le revolvió el estómago aún más que la vez que descubrió un pescado olvidado en el auto.

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Cría

Cada vez que una taza estalla contra el piso de la cocina, el niño llora. Lo mismo había hecho su madre en el accidente al otro día de parir.

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Ella era detestable. Su risa, detestable. Su hebilla en el pelo, detestable. Pero nada era más detestable que su olor a mandarina. El mismo con el que volvía él.

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Decidió que nunca más saldría con muchachos más bajos que ella. Los Stiletto la amenazaron una madrugada en nombre del gremio de los zapatos altos: se cansaron de esperar en cautiverio en el placard.

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Él se sorprendía cada vez que ella largaba el humo que todavía guardaba desde la última pitada.

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Plasticidad

Como ella era sirena, tuvieron sexo en la pecera. El calor emergió en burbujas y el vapor se pegó al vidrio, al igual que sus pieles y escamas. El agua sin forma tomó prestada la de la pecera; sin límites, habría inundado la habitación, atravesado las fisuras, hasta tomar la de la casa entera. Los cuerpos fundidos, también.

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Deja caer la toalla que la envuelve y descubre a un niño que la mira desde su ventana. Piensa en su novio de primer grado: apenas sonó el timbre contó cómo le vio las tetas a una chica en el vestuario de mujeres del club al que iba con su mamá. Los varones rieron y chillaron. Entonces comenzaría a gestarse algo en ella, que hasta el día de hoy, desnuda frente a un niño que no conoce, no termina de descifrar.

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Contraindicaciones

«Cuidado», me dijo mi madre una mañana, «un chico murió electrocutado por hacer lo que tú». Se refería a introducir el cuchillo en la tostadora desenchufada. Lo que debía hacer era enchufarla; sólo así saltaría la tostada.

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Finitud

Mamá llamó al técnico de heladeras, le dijo: «¡nunca había tenido ningún problema!»

«Mi abuela tampoco», le respondió.

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Antes de ingerir el comprimido se puso los anteojos y los acercó a la caja. Ácido de hidrocólico, celulosa microcristalina, dióxido de titanio, croscarmelosa sólida, verde laca alumínica, dióxido de silicio coloidal, estearato de magnesio, agua, talco… «Bah, ¡agua y talco! Nada fuera de lo habitual».

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Ella dijo «gracias» al hombre que la dejó pasar, y le elogiaría el culo a sus espaldas con impunidad.

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Un día le gritó «puta» y al otro le regaló un tapado de piel. «Culpita y Culputa», los apodaron sus amigos.

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Vulnerable

A ella su madre le había dicho «necesitás un hombre más protector, más como tu padre». Por eso el muchacho no se sorprendió al reconocerla en el café; un libro y un hombre de barba cana y traje gris sentados a la misma mesa. Sin cruzar, huyó a una plaza. Apoyó la frente en el tobogán y sus lágrimas descendieron por él hasta formar un charco a sus pies. Luego él mismo subió las escaleras, se tiró y chapoteó en su llanto de barro, una y otra vez.