Diario de la intrascendencia

por Malena Zanazzi

21 de agosto

Mi hermana y yo fuimos a la escuela en el turno tarde toda la vida. Mi mamá se negaba a someternos a la que consideraba su experiencia más traumática: dormir vestida, levantarse de noche, volver a su casa y padecer la quietud de la siesta. Su jornada laboral empezaba a las tres de la tarde y la de mi papá sólo un par de horas antes. Éramos una familia de murciélagos, veíamos las novelas para grandes todos juntos después de comer mientras mis amigas dormían y eso me encantaba.
Cuando trabajaba en rodajes de películas y comerciales, tenía que levantarme a las cinco de la mañana, a veces incluso a las tres, para ir a buscar los equipos y llegar a horario al set, en el que me movía sin parar hasta entrada la noche. Acostumbrada a la nocturnidad, me acostaba temprano sin poder parar de pensar que en poco tendría que levantarme. La ansiedad crecía y algunas veces ni siquiera pegaba un ojo, era una experiencia terrorífica. Tan terrorífica como soportar las eternas horas junto a un grupo de ejecutivxs ricos de mi edad que ni siquiera tocaba el catering VIP diferenciado mientras nuestros estómagos explotaban de maíz inflado. Después de algunos años tuve la oportunidad de escaparme y renuncié al sacrificio para volver a ser dueña, al menos parcialmente, de mis madrugadas y tardes. Me daba vergüenza admitir que entre los muchos motivos de mi renuncia a ese modo de vida se encontraba mi odio supremo al despertador.
Hoy es el cumpleaños de mi mamá, y como un extraño homenaje, me levanto temprano y salgo a comprar delicias dulces y saladas. La calle está desierta, el sol me pega en la cara y el silencio del frío mueve todas mis estructuras.

22 de agosto

Limpio la casa y del otro lado del parlante una pregunta me atraviesa: ¿dónde están los ladrones?. Hace unos meses bailé con amigxs esa misma canción en un living lleno de plantas. Éramos cuatro chicas y dos chicos, pero sólo uno (gay) cantaba y se movía desenfrenado con nosotras. El otro miraba desde la silla con cierto aire de superioridad pero a la vez sin animarse. Elegimos las canciones pop más estúpidas y fascinantes de los años noventa. Mi amigo seguía sentado, se reía y cada tanto simulaba tener algo que hacer: servía más vino, llevaba los platos a la cocina, ponía un pañuelo de color sobre algún velador para ayudar a generar el clima, todo menos bailar. Tenía un fuerte compromiso político, por lo general parecía saber de lo que hablaba, nos quería pero tejía complicidad sólo con el resto de los chicos, ausentes esa noche. Su personaje no lo dejaba ser feliz. No era una cuestión de timidez, había un prejuicio marcado que se dejaba ver por cualquier ojo sensible y atento.
En el descanso hablamos sobre temas importantes. Las chicas traíamos información del futuro y discutíamos entre nosotras de forma apasionada. Bailamos por última vez pero mi amigo se fue a su cuarto a perseguir otra forma de diversión y durante esa noche no volvimos a verlo.
Pienso en la cama antes de entregarme al sueño profundo: pobres de los chicos que no salvan el mundo, ni disfrutan el pop.

23 de agosto

Tomo un sorbo delicioso de café, soy dueña de mi tiempo. Es domingo, estoy tranquila, hay sol y mi primera planta en terapia intensiva muestra mejorías evidentes. Tengo pocas tareas pendientes y puedo dedicarme a leer, comer y quizás escribir un poco. Esta liviandad se construyó sobre los restos fósiles de mi relevancia. Según dicen los expertos en las redes sociales, nada de lo que una persona como yo tenga para decir reviste la más mínima importancia. Soy una chica de clase media hija de la movilidad social ascendente que come todos los días y quiere a sus padres, y a eso se reduce mi experiencia vital. El barrio donde nací es ahora, al parecer, un reducto de imbéciles que no miramos por fuera de nuestro propio ombligo. Mi subjetividad es la de muchas y no debería siquiera intentar tomar la palabra. Sentada sobre la gran roca de mi propia intrascendencia me siento libre. Puedo decir cualquier cosa y camuflarme entre la gran masa de chicas que escribimos idioteces como si estuviera apelmazada dentro de una máquina de ositos de peluche. Ojalá exista algún limbo, una sala de espera sin bordes donde podamos encontrarnos las irrelevantes a contarnos anécdotas y leer. 

24 de agosto

Los mails laborales se reproducen como células malignas. Hola Mads, Maks, Spiro Economopulos, hola Maggie, Anne-Marie, hola Stefan, ustedes no me conocen pero quedo a disposición para lo que sea necesario. No me importa que digan mal mi nombre, puedo ser Melana, Melena, he sido Morena, Magdalena y hasta supe ser Glenda. Me pregunto qué ven por la ventana mientras trabajan, cada uno en su pequeño país primermundista.
Trabajo con directoras de cine que se llaman a sí mismas “fanáticas de los países nórdicos”. Me parece una inclinación llamativa pero demasiado obvia, cualquiera sabe que allí hacen todo bien. Hace poco tuve que comprarme una cajonera por internet y las únicas ofertas parecían ser “cajonera vintage escandinava”, “mueble estilo nórdico”, “cómoda madera paraíso nórdica escandinava”. ¿Ellxs sabrán de nuestra obsesión?. Opté por rebelarme y encargué un mueble NO escandinavo de madera pintado de rojo profundo con curvas redondeadas. Ahora embellece mi habitación oscura, la que me tocó por sorteo cuando me mudé con mi amiga. La suya da al balcón, con sólo mover la cabeza unos pocos grados puede ver por la gran puerta ventana todas las plantas reposando al sol. Yo también tengo un mini balcón, en el que puse algunas macetas valientes que disfrutan más de la sombra. Si salgo puedo escuchar las conversaciones de mis vecinos a muy pocos metros de distancia, y el intercambio ruidoso de dos palomas que se esconden del resto y llaman la atención de mis gatos. La charla siempre suele ser la misma, algo relacionado a la tele y los chismes de famosos.
Hace algunos días puse Intrusos mientras almorzaba esperando que Rial nos contara quiénes eran los ricos que iban a restaurantes clandestinos durante la pandemia, pero no dio un solo nombre y me sentí decepcionada. No suelo mirar ese tipo de programas pero me gusta estar informada, y me siento lejos de las personas que se creen superiores intelectual y moralmente por no sucumbir cada tanto a algún escándalo. Es algo que intento explicarle a mi amiga cuando me pregunta por qué no gusto de esa chica artista un poco snob que a veces me pone like en Instagram. Es una teoría a la que llamamos “La posibilidad de Rial”. No importa que nunca lo miremos, pero las condiciones tienen que estar dadas para que eso suceda si la necesidad irrumpe, y no quiero sentirme avergonzada.

25 de agosto

Hoy me cuesta todo, incluso caminar porque hay una humedad espantosa y tengo un pie herido que se transforma en pez globo. Me tienta algo en particular y salgo a buscarlo libre de toda culpa. Al parecer poner una coca cola sobre la mesa se parece a poner un revólver. Es una tragedia, una inmoralidad. No voy a defenderla, sé todo lo que pongo en juego cuando veo crecer las burbujas en el vaso, pero igual la elijo y la mayoría de las veces logra hacerme feliz.
En casa se rompieron todos los veladores. Llamo desesperada a mi amiga más bruja para que me explique qué significa pero ella me hace chistes y no se lo toma en serio. Ahora cuando se pone el sol tenemos que prender la luz grande del living, la del techo, y comer como si estuviéramos en el patio de comidas de un shopping. Mi depresión es tal que enciendo todas las luces del pasillo y de la entrada para generar un efecto rebote en las paredes que nos permita prescindir de ella, pero no comparto con mi conviviente el fanatismo por la penumbra y todo mi esfuerzo se vuelve inútil. Si una observa por la ventana, la mayoría de las personas ilumina sus casas como si fueran frigoríficos. Hace poco encontré un cuaderno de cuando era chica que tenía en la primera página una serie de preguntas personales para situaciones de emergencia. Una decía “¿tiene alergias?”, y yo respondí: “al sol”.