por Delfina Korn
(imagen Delfina Peydro)
Fool
Él me miraba desde afuera de la pileta mientras yo nadaba como una pececita. Yo en el agua, vestida porque no había traído malla. El resto de los invitados estaba en otro sector de la pileta. Ahí estábamos solo él y yo. Yo contorneaba mi cuerpo y lo miraba. Él me miraba desde su altura, era alto como un edificio.
Pasaron años. Le escribí un par de veces pero no me daba mucha bola, me respondía con cordialidad. Pero yo recordaba esa mirada y sabía que ahí había algo. En cuanto tuve la oportunidad, viajé a Hungría. El plan era pasar casualmente por su país, como quien no quiere la cosa, y decirle para encontrarnos. Antes de partir, le avisé la fecha en la que iría. Me dijo que le escribiera cuando estaba ahí. Budapest era una ciudad tan fría que me dolía el cuerpo solo al cruzar la puerta del hotel. Yo me preguntaba, ¿seré feliz viviendo acá? ¿Podré acostumbrarme? Teniéndolo a él, sí. Durmiendo todas las noches en la cama con él, sí. Fui a la peluquería, me alacié el pelo para estar perfecta al momento de verlo. Fui a un bar a la noche. Había strippers. ¿Le gustarán a él estas strippers?, me pregunté, y me sentí celosa. ¿Cómo será la casa donde vive? ¿Tendrá novia, madre? ¿Qué hará todos los días?
Pasaron unos días y no me respondía. Entendí que lo mejor sería olvidar esa mirada para siempre, jamás revelarle a nadie el verdadero motivo de mi viaje a Hungría y… Olvidé decir que había ido con una prima, una acompañante a la que había logrado arrastrar hasta allá bajo falsos pretextos. No nos soportábamos. En realidad mi abuela me había dicho que solo me pagaba el pasaje a Hungría si la llevaba a mi prima. Creo que ella sabía sobre mi verdadera motivación porque me conocía y porque percibiría mi nerviosismo cada vez que agarraba el celular con la mano temblorosa. A ella solo le interesaba ir al Hard Rock Café (a mí esa comida no me gustaba) y comprarse recuerdos del lugar. Compartíamos almuerzos y cenas en absoluto silencio. Hacía demasiado frío y, ya que iba viendo que mi futuro no estaría en Hungría, empezaba a preguntarme qué estaba haciendo ahí. Una noche salimos juntas. Conocimos unos chicos chilenos. Uno se llamaba Boris y el otro Carlos. El gato de mi hermana se llama Boris Carlos. Pensé que Dios me estaba haciendo un chiste. Otro más. Entramos los cuatro a un bar y había una banda tocando música klezmer. Al entrar noté que mi prima se sintió incómoda. “No soporto la música klezmer”, me dijo. La música klezmer es como el vallenato pero polaco. Son músicas que marcan muy bien el ritmo para una persona que está galopando a caballo pero para el resto, son demasiado veloces y alteran, o resultan pesadas como un hombre que nos busca y no nos gusta, o, como en el caso de mi prima, enloquecen. Mi hermana llama a estos tipos de música o a la gente que les gustan, “manija”. Boris Carlos nos hablaban en chileno, mi prima apenas habla español, su lengua madre es el hebreo, y se sentía cada vez más excluida de la conversación. Me dijo que se quería ir pero yo pretendí no escucharla. Estaba demasiado concentrada mirando la puerta, esperando que él entrara de casualidad en cualquier momento. Me daba vergüenza que él justo entrara, me viera mirando la puerta y se diera cuenta de que yo había viajado a Budapest solo para verlo. De repente mi prima se paró, agarró su cartera y salió corriendo. La perseguí tres cuadras y luego la perdí de vista. Cuando llegué al hotel, la encontré sentada en su cama pintándose las uñas de los pies. Toda su ropa esparcida por el cuarto y la valija abierta en el centro, como si hubiese estado a punto de hacerla y hubiese desistido. Ella cuando está enojada no habla. En realidad casi nunca habla o le cuesta mucho expresar sus emociones, a veces tiene como cortocircuitos. Le pedí disculpas, le conté la verdad sobre el motivo del viaje y me largué a llorar. “Dejalo a ese chico”, me dijo. “Me hubieras dicho desde el principio y yo te hubiera ayudado a encontrarlo.” Mi abuela la criticaba a mi prima porque gastaba demasiada plata con sus tarjetas y nunca le duraba ningún trabajo, pero admitía que ella tenía un corazón grande como un caballo.
Fuimos a comer una hamburguesa al Hard Rock y luego a bañarnos en la mayor atracción turística de la ciudad: unas piletas de agua caliente en medio del centro; una construcción antiquísima, toda de piedra, como romana. En las piletas estaba lleno de hombres como él: altos, barbudos, con su mismo porte. El pelo largo y atado en una colita, en la mayoría de los casos. Corpulentos. Yo miraba los bultos en sus mallas y pensaba que los húngaros son los hombres más lindos del mundo. Nadaba entre ellos, me paseaba, me contorneaba. Observándolos, deseándolos. Ninguno me miraba, hablaban entre ellos o con sus novias. Dónde demonios, en qué parte, en qué rincón de la ciudad estaría él.
Al otro día conocimos un italiano que hablaba español. A mi prima le cayó muy bien porque nos pagaba los tragos: aperol spritz. A ella le encantaba tomar alcohol, hasta había hecho un curso de bartender, una de las profesiones que había empezado y dejado al tiempo. El italiano, que hasta ese momento me había parecido absolutamente gay, comenzó a manifestar un interés romántico en mí. Mi prima estaba entusiasmadísima y yo me empecé a preguntar si no sería una oportunidad del cielo para arreglar mi corazón roto. Esto podría restituirle un sentido al viaje. En realidad yo tenía que venir hasta acá para fracasar con el húngaro, pasar esta prueba y conocer al italiano. ¿Podría yo vivir en Italia con él, que ni siquiera me gustaba?
Volvimos a Israel, de donde mi prima era y donde yo estaba viviendo cuando decidí emprender el viaje a Hungría. Un día, perdida por las calles de Jerusalén, buscando una dirección, se me acercó un hombre muy petiso. Yo le llevaba una cabeza. Le dije que estaba perdida, le mostré una tarjeta con la dirección a donde iba. Me dijo que él podía llevarme en su auto. En su auto no se sentía nuestra diferencia de altura y, mientras yo hablaba, pude ver cómo él relojeaba con sus ojos mis rodillas desnudas. Yo tenía puesto un hermoso vestido bordó con lunares amarillos de tela pesada. Mi prima me dijo “es casado” pero no le creí. Dos noches después, soñé con un anillo de casado en su mano. Se lo conté a él y me respondió irónico: “Sí, soy casado y tengo dos hijos”. Yo le enseñé a tener sexo en posición de cuatro y sobre una mesa. Además de ser tan petiso, su pene era muy corto y por eso él pensaba que no podía hacer nada. Me daba pena, me conmovía su inseguridad y lo quería proteger. A veces también cuando teníamos sexo lo quería matar, odiaba tener un cuerpo más chico encima mío, sentía que lo podría ahorcar y que él no podría defenderse. Era como hacer el amor con un niño.
El guardia ruso del edificio donde yo vivía me dijo que él no le gustaba, y cuando llegaba a verme, nunca lo dejaba pasar. Tenía que bajar yo. Empezó a desaparecer. Lo llamaba y no me respondía el teléfono por semanas. Luego decía que se había tenido que ir a Tel Aviv por un negocio. El negocio era alquilar una casa rodante que había comprado junto a unos amigos a turistas. “Pero pronto voy a invitarte a viajar conmigo a China”, me dijo. La primera noche que habíamos salido, él me había preguntado: “¿a dónde querés ir?” Estaba dispuesto a llevarme a cualquier lado. Yo quería volver a sentirme así.
Sus fotos en Facebook eran muy raras. Siempre estaba en paisajes distintos, con su ropa de religioso (era religioso) en tomas sacadas desde muy abajo, como queriendo disimular su corta altura. Elevando la cara para resaltar la mandíbula, con barba. Seductor. Prometió que me llevaría al aeropuerto: yo me volvía a Buenos Aires. Pero a último momento dejó de contestarme los mensajes. Me llevó mi prima. Tiempo después subió a Facebook una foto con su mujer y dos hijos. Los tres pelirrojos. “Por fin una foto de la familia toda junta”, comentó alguien. Yo le mandé un mensaje insultándolo, él me respondió que fuera a verlo, que una vez allí me lo explicaría todo.
El lugar donde yo solía lavar la ropa cuando vivía en Israel era un cuarto enorme lleno de lavarropas enormes, totalmente habitado por gatos. Había gatos sobre los lavarropas, a veces adentro de ellos, en el piso, en la entrada. Alguna vez había intentado acariciar alguno pero luego me di cuenta de que eran completamente salvajes y agresivos. Entonces simplemente procuraba evitarlos. Si no los molestabas, no te molestaban. A veces estaban copulando o peleándose a muerte, pero como si se tratara de mafiosos, uno simplemente debía agachar la mirada, pretender no haber visto nada y seguir de largo. Una vez había estado sentada en la puerta de ese lugar, esperando a que se secara mi ropa, cuando un gato se sentó al lado mío. No intenté acariciarlo porque ya sabía que cualquiera de ellos podía estar loco. En cambio, ambos nos quedamos en silencio, mirando hacia el cielo negro y vacío.
Los gatos son considerados una plaga en Jerusalén, y son distintos a los de Buenos Aires. No son mascotas. Ahora vivo en Buenos Aires y, frente a mi casa, vive una gata negra que a la noche aúlla, pide cosas. Como si el universo entero debiera tomar nota de su caso. Y yo le respondo ay, si tan solo yo pudiera pedir las cosas que quiero a los gritos, así como vos… Y nos miramos, de balcón a balcón. Por la calle que nos separa, a la noche pasa un barrendero. Yo solamente hace un par de noches que empecé a detectar el sonido de su escoba contra el asfalto, arrastrando hojas secas. Y decidí que cada vez que lo escuche, tengo que salir al balcón a verlo. Porque cómo puede ser que exista una persona que, mientras el resto de la humanidad duerme, está solo en la oscuridad limpiando una calle. No quiero acostumbrarme a que eso me parezca tan natural que no diga: tengo que salir a ver esto. No quiero que me pase desapercibido todo aquello que sucede frente a mis narices. Y por esa misma razón, creo, ya no viajé más. Porque hay cosas que solo pueden percibirse cuando uno está quieto, como los cambios en las plantas de mi balcón. Un día aparece una flor, otro día otra planta se muere o cambia radicalmente de posición. Y todas esas cosas parece que hubiesen pasado en un segundo pero en realidad llevan meses, años, de silencioso proceso. Yo nunca hubiese elegido tener plantas pero una señora que trabajaba en mi casa me las impuso y así me obligó a ligarme a algo y quedarme en este país. Pero además: si él está siempre en movimiento y yo estoy siempre en movimiento, ¿cómo vamos a hacer para encontrarnos?
Hace poco me enamoré de otro chico. Le llevo diez años y a veces me pregunto si es autista o tiene algún tipo de ásperger porque tiene partes cortadas, como por ejemplo, la parte de responder a los sentimientos de otra persona. “Qué buen partido”, me dijo una amiga. Pero yo creo que esta vez puede funcionar porque yo ahora ya leí muchos manuales. Leí Catch him and keep him, de Christian Carter, que promociona su libro en Facebook así: “¿Querés saber exactamente la razón por la que él se está alejando? Pagá cincuenta dólares y te lo digo.” Leí Rules, que dice que nunca hay que responder un mensaje antes de los treinta minutos y que te enseña cómo convertirte en una CUAO, una Creature Unlike Any Other, una Criatura como Ninguna Otra, que es, cortándote el pelo por los hombros y usando joyas y ropa lo más estándar posible. Deberías encarnar el estereotipo de una mujer pero evitar parecer una mujer en particular. Es decir que para ser una Criatura como Ninguna Otra en realidad debés ser exactamente como cualquier otra criatura. También leí otro de 1920 que te enseña qué regalos es propio aceptar de un hombre y cuáles no. A mí nunca en la vida me hicieron un regalo.
Y yo lo que hago cuando estoy así, embrujada, es hablar con todo el mundo. El otro día iba llorando por la calle y un señor me preguntó qué me pasaba. Le dije que estaba enamorada de alguien que no me quería y me respondió: “Y yo tengo cáncer de próstata”. También lo conté en una cena y otro señor me dio esperanzas: “Cuando alguien desea algo fervientemente, el universo conspira para que suceda”, me dijo. Me contó que así lo había atrapado su esposa, con quien él no quería estar al principio. Otro chico que estaba en la cena contó que una vez le había confesado a una chica que estaba enamorado de ella y que la chica había terminado la conversación poniéndose a llorar porque nadie la quería. Y eso me hizo acordar a una frase que vi un día escrita en la calle: “Soy feo pero te amo”. Y otra mujer que estaba ahí dijo que había conocido a un australiano, que él en cualquier momento vendría a buscarla y que ella ya sabía –no era que creyera, sino que sabía, porque lo había visto- que se iba a casar con él y se iba a ir a vivir a Australia, a una casa de dos plantas. “Pero lo que nunca hay que hacer”, me dijo en secreto, “cuando estás conociendo a alguien, es pasarle tu CBU.” Me extrañó mucho lo que me dijo. “Claro, algunos te lo piden porque dicen que te quieren mandar plata. Nunca hay que darlo”, me dijo. Y otras personas que estaban en esa cena hablaban de que para enganchar a dos personas, a veces se puede mentir un poco. Se puede inventar un poco, pintarlas a esas personas como “mejores” de lo que son para lograr juntarlas, para ayudar a esa fantasía que de todos modos, sino, nace por sí sola cuando alguien nos gusta. Pero además, porque la unión entre dos personas es algo tan sagrado que solo puede nacer de algo espurio, como una mentira. Y yo recordé que existen unas galletitas para las que una vez una amiga de mi abuela me había enseñado la receta, que se llaman “mentiritas”. Y me imaginé una fuente con un montón de “mentiritas” en cocción en el horno, cada una de ellas el posible inicio de un nuevo amor.
Y yo ahora estoy caminando, tratando de encontrar una canción que exprese cómo me siento. No sé cuál es la canción que busco pero sé que existe. Siempre existe. Y que ya la escuché alguna vez. Algo de “a fool” (un tonto). Busco “a fool” en Youtube y encuentro una canción de George Michael, que si bien no es exactamente la que estaba buscando, es la que necesitaba, porque calza perfecto. Dice así: “Estás lejos, cuando yo podría haber sido tu estrella. Escuchaste a personas que te asustaron y te alejaron de mi corazón. La gente siempre hará a un enamorado sentirse un tonto, pero vos sabías que yo te amaba. Las personas (que amamos) siempre van a hacer lo que quieran, así que es mejor dejar que lo hagan, porque de cualquier manera lo harán.” Y finalmente puedo llorar desconsoladamente, de una vez y para siempre, por todo aquello que no se puede cambiar: lo que uno siente, lo que el otro siente, y por lo vano que es el amor. Y ahora sé, que cada vez que escuche esta canción, voy a recordar este momento.