La inundación

por Valentina Saievich

Todo empezó con la inundación. Mamá y papá dicen que fue entonces cuando sintieron, de manera culminante, y fulminante, el olor. Yo creo que lo venía sintiendo hacía rato, pero es verdad que fue el día de la inundación cuando ya no dio para más. «Debe ser la palta que dejaste para que brotara» o «Es la sudestada que trae los desechos del Riachuelo», decían papá y mamá antes, cuando alguno de nosotros comentaba que algo no olía bien: «¿Hay algo pudriéndose en la heladera?» Pero las suposiciones nunca entraban al arco.
Habíamos vuelto de unas vacaciones nefastas en la costa argentina. No sólo no teníamos plata para viajar más lejos sino que mamá y papá se pelearon todo el viaje. Yo ya tenía ese presentimiento el día que armamos los bolsos. Mamá le revoleaba las toallas y los calzoncillos a papá, mientras decía que estaba harta de que él no supiera arreglárselas ni con su propio equipaje. «¡No es tan difícil, Julio! ¿Tengo que hacer todo por ustedes, como si tuviera dos hijos chiquitos?» Papá se pone como loco cuando mamá lo compara con niños dependientes, entonces saca el tema de la plata, de quién trae la plata al hogar, de quién pone el pan en la mesa. Lo dice a los gritos, se pone rojo y escupe mucho. La gata se esconde debajo de la cama. Ese día yo puede ver cómo las puteadas y los escupitajos de ambos se tiraban adentro de las valijas como renacuajos que saltan felices al lago, y de fondo, fuegos artificiales. Costó cerrarlas, supongo que al encerrar a las malas vibras todas juntas en una oscuridad hermética, fermentan como microbios y se inflan en la levadura de la violencia, esa que también llevamos en el baúl del auto junto con la pelota de playa y mi tabla de barrenar.
Quince años de matrimonio no son pocos. Yo no me quiero ni imaginar lo que es vivir con la misma persona por tanto tiempo. El día de la inundación fue casi un alivio. El agua primero pasó por debajo de la puerta de la habitación de mis papás y cubrió todo el parquet de madera. Pero antes de darse cuenta de eso, papá se despertó y le preguntó a mamá si había visto a la gata desde que habíamos vuelto de la costa. Como él no le presta demasiada atención al animal y jamás hubiera reparado en su ausencia, temió, por un momento, encontrar a la gata muerta debajo de la cama y descubrir que ésa era la fuente del hedor. La sospecha sonaba más coherente debido al viaje, quince días en los que la gata podría haber muerto por desnutrición o deshidratación. Pero era imposible, no sólo porque mamá se había encargado de que Norma, la portera, la alimentara, y porque al volver ya había tenido que reponer ella misma su comida (y eso significaba que seguía viva, a menos que alguien vaciara su plato y no fuera ella), sino también porque el olor era el mismo que hacía tiempo sentíamos, cada día más manifiesto, y atribuíamos a cosas variadas, y ese día había llegado a su esplendor. La idea de que la gata se hubiera ido pudriendo de a poco hasta el día de la inundación tampoco sonaba muy convincente. Descartada la posibilidad de que la gata hubiese muerto durante nuestras vacaciones, pero insistiendo en la idea de que el olor venía de su cadáver y que por lo tanto hubiera muerto recién aquella madrugada, aún resulta improbable que el olor a muerte se sintiera tan pronto. Por eso recién cuando mamá le dijo que sí, que la había visto, papá se animó a colgar la cabeza y corroborar que la gata no estuviera muerta debajo de la cama.
Fue entonces cuando vio el agua. Tuvo que llevarse el pulgar y el índice a la nariz, y correr al baño por las náuseas, que se multiplicaron cuando abrió la puerta y lo entendió todo. El inodoro había rebalsado y el baño estaba cubierto de agua y mierda de mamá y papá. Papá no pudo evitar contribuir al enchastre con su vómito caliente, y mamá, al escucharlo, se acercó y también vomitó.
Entre los dos baldearon el piso y me pidieron ayuda para que secara el parquet de su habitación, donde la cama matrimonial yacía todavía en el centro, angelical y ajena a la inundación. La vi blanca y recién deshecha, las sábanas revueltas, y no pude evitar sentir un poco de nostalgia. Podía tratarse del lecho limpio de una pareja recién casada que acababa de bajar a desayunar, y pronto volvería a revolcarse sobre un colchón todavía nuevo con olor a pino y lavanda, el sueño nupcial. Pero no, en el cuarto de mamá y papá no se podía respirar.
El inodoro había acumulado los desperdicios de los últimos meses, y durante las vacaciones había aprovechado para preparar su erupción. Fue él quien vomitó antes que mamá y papá, revelando todo lo que no había drenado durante todo este tiempo. Las cañerías se habían ido tapando y, aunque no lo podíamos ver con claridad, lo anunciaba el olor.
Mientras yo secaba el piso, mamá y papá trataban de destapar el inodoro. Sus esfuerzos y peleas fueron inútiles y decidieron llamar a un plomero. Al día siguiente, el tipo entró silbando despreocupado, como si lidiara con ese olor todos los días y ya hubiera desarrollado una especie de insensibilidad olfativa. Mamá y papá estaban avergonzados; yo también. Pero el plomero nos la hizo fácil y no emitió palabra ni broma acerca del olor a cloaca que invadía la casa. Mamá lo miraba boquiabierta. Yo no sabía si por admiración o si lo hacía para no respirar por la nariz. El tipo hacía su trabajo sin escrúpulos, silbando “Fuiste” de Gilda. Yo vi cómo mamá se detuvo en su raya del culo, esa que tenemos todos pero pareciera ser bandera exclusiva de los plomeros. Cuando terminó, mamá le saltó encima y lo abrazó. Papá se había ido a trabajar, entonces ella le convidó unos mates al plomero.
Se quedaron charlando en la cocina hasta que oscureció y llegó papá.
—Julio, el señor dejó el inodoro impecable, y además me enseñó cómo hacer para que
no se tape la bombilla del mate… Vos sí que sabés cómo destapar vidas, Roberto. –dijo mamá.
Papá sonrió sin dientes, la unión de sus labios raquíticos formó una línea recta y artificial, y se
fue directo a la habitación. Nos quedamos los tres en la cocina y Roberto nos explicó que una
vez que se tapa el inodoro, tarde o temprano se va a volver a tapar.
–Se encapricha, y hasta que no cambies la forma en que lo usás, se va a seguir tapando.
Sólo va a ceder cuando perciba un cambio en la materia que recibe del usuario. ¿Hace cuánto que usan los dos el mismo inodoro?
–Hará quince años… — respondió mamá.
–Lógico. Si siguen así va a tener que llamarme todos los días.
Y tenía razón. Hubo que llamar a Roberto toda la semana, porque el inodoro volvía a amenazarnos con sus fluidos. El tipo pasaba más tiempo en casa que papá y yo. Como las cosas entre mamá y papá, y entre ellos dos y el inodoro, venían de mal en peor, y como papá no aguantaba ninguno de los dos asuntos -incluida la presencia de Roberto, que a mamá, en cambio, la encandilaba-, se fue a dormir a un hotel.
Esa noche fue la primera que Roberto pasó en casa. Y desde que ocupa el lado de la cama de papá, el inodoro no se ha vuelto a tapar.