por Nina Suárez
Me impresionan un poco las interacciones cibernéticas. Hay algo del neurótico ir y venir que encarnado es más que propio pero inmortalizado, flotante y quemando ojos a una lentitud ridícula se vuelve nocivo. Sale un mensaje, llega otro, viaja una intención y vuelve un impacto que puede no parecérsele en nada al propósito. Tiramos de una soga para ver con cuánta fuerza nos responden del otro lado, creo que es divertido, pero al final no me interesa nada de aquel vaivén. El constante acercar-alejar no deja lugar para el enfoque y termina mareandome más de lo que me permite observar. El otro día fui a la plaza, me senté donde juegan los chicos y lo ví todo. El que se acerca a jugar y es rechazado, los que se corresponden hasta que uno se cansa y se va sin avisar, el que está solo con sus juguetes, los que se pelean por un balde, los que persiguen, los perseguidos y las miles de variantes que ocurren sobre la arena. A veces vuelve un victimario arrepentido, otras un adulto es arrastrado a la ficción en contra de su voluntad para agilizar alguna persecución. Y ahí están, flamantes y simplificadas las razones de nuestro tironeo. Me incomoda pensar que desde la placita hasta el internet no haya ningún cambio verdadero en las interacciones, sólo en el disfraz de la intención. ¿Cuál es entonces la manera de hacer zoom in-zoom out sin fabricar material ineditable? Esa pregunta me hice al costado de las hamacas antes de comprender que es la razón por la que escribo. Ya no pertenezco al mundo de los niños como para formar parte de él, pero acá estoy reflexionando a su alrededor y siéndole fiel a mi versión más pequeña. Y allá estoy en un bar anotando en el cuaderno de bolsillo algún comentario de Lautaro que me hizo pensar en algo que en realidad quería decirle yo a mi libreta. Recolectando disparadores de ideas que quizás tengo desde la primera vez que jugué en la plaza del barrio anterior.