La Ley de la atracción

por Francisca Lysionek

Mis últimos dos años del secundario en Neuquén los pasé de novia con mi profesor de
música. Tenía un pelo mugroso hasta la cintura, usaba pantalones de bambula, había vivido
cinco años en México y tenía casi cuarenta años. Mi papá conoció a Rodrigo una sola vez y le
cayó muy simpático, pero me pidió que nunca le dijera la edad verdadera a mi abuelo, a quien
le decíamos que tenía treinta. Él y Rodrigo tenían muchas cosas en común, los dos leían a
Osho, creían en la telepatía, escuchaban a Brian Eno y les encantaba no gastar ni un peso de
más en nada. Fui su novia durante más de tres años, tiempo suficiente para que los dos nos
hiciéramos expertos en tener sexo con otras personas y luego ocultar bien cualquier rastro del
engaño. Durante todo ese tiempo tuve algo más de quince amantes, incluyendo a su mejor
amigo y a mi mejor amiga.
Su mejor amigo, Germán, era un hombre algunos años más grande que él, siempre que
terminábamos de coger me hablaba de la Ley de Atracción. Un día, se la estaba chupando
mientras él leía la Biblia en el baño de un bar, cuando de pronto mi nariz comenzó a sangrar de
forma incontrolable. Lo dejé todo manchado de sangre. Mientras ponía la cara debajo del
chorro de agua de la canilla y me pasaba papel higiénico por el cuello y los hombros para
limpiarme, sentí como Germán se acercaba y se quedaba clavado justo detrás de mí. Alcé los
ojos para mirarlo por el espejo y con malhumor le pregunté qué estaba haciendo. Me devolvió
la mirada y acabó en mi espalda, manchando toda mi remera y pantalón. Me dijo “la ley de
atracción, bonita”. Nos apuramos para salir, ya que su banda -en la que él tocaba la batería y
Rodrigo la guitarra- tenía que estar lista en cinco minutos y sus compañeros lo estaban
buscando hace rato.
Mi mejor amiga era Luana, estuve enamorada de ella profundamente cinco años de mi
vida. Le escribí cartas de amor, me tatué un poema pensado para ella y le dediqué varias -hubo
un tiempo donde imaginarla a ella era lo único que podía hacerme acabar-. A Luana, su padre
le había desfigurado la cara a golpes, y su madre jamás había sido capaz de defenderse ni
siquiera a ella misma. Eventualmente se nos dio y empezamos coger, yo siempre tan borracha
que al día siguiente no podía ni moverme de su cama hasta que se hacían las diez de la noche.
Un día ella se pasó de alcohol y rivotril, y me pidió que la saque a pasear. Eran las tres de la
madrugada, nos fuimos hasta una plaza cercana, ella totalmente desnuda excepto por un
collar de perro al cual le había enganchado una correa, con la que yo la arrastraba por el pasto
de acá para allá. Un grupo de chicos que pasaban nos dieron marihuana a cambio de unos
besos.
El último verano que estuvimos juntos con Rodrigo yo me fui dos meses de mochilera
con un grupo de amigos. La última parada fue en el Bolsón, donde nos quedamos casi un mes
parando en el patio de la casa de Nelly, una señora que cobraba treinta pesos la noche a los
campistas, que en los momentos de auge eran más de veinte. Además, en lo de Nelly también
vivían sus seis hijos, uno de ellos, Carlos, ese verano se dio a la fuga y sigue prófugo. El
hermano mayor, Emanuel, salía todos los días a vender pan relleno a la plaza, una amiga se
enamoró de él y se quedó a vivir en El Bolsón. Además de los hijos, vivían allí otros personajes
turbulentos, como Lucy, una chica de catorce años que se había bajado a la inmensa mayoría
de la población masculina del camping, y se había escapado de su casa -nunca explicó bien la
razón-. A veces, la policía venía a buscarla, y empezaban a revisar todas las carpas y el interior
de la casa; entonces, Lucy se resguardaba en su escondite hasta que se iban. También estaba
el Caro, un pseudo-hippie que había venido desde Vela Tropa ya quemado por el ácido. El Caro
aseguraba que era un mago blanco, y que si él así lo deseaba podía invocar con su llamado a
delfines que vinieran desde el río, y moverse de ciudad montado en sus lomos. Una noche
trató de prender fuego a una amiga, rodeándola con un círculo de vino tinto; esa misma noche
nos besamos apasionadamente a la salida del único boliche del pueblo, mientras esperábamos
a que mi hermano dejara de vomitar y se recompusiera para volver al camping.

Con nosotros había llegado al Bolsón Eric, un chico que habíamos conocido en Colonia
Suiza, a las afueras de Bariloche. Eric me cayó inmediatamente bien, se ganaba la vida
haciendo malabares y se encontraba en una suerte de retiro espiritual, un viaje de
desintoxicación, ya que durante nueve años había vivido para la falopa pero, después de un
accidente en moto que le había dejado la cara y el cuerpo lleno de hondas cicatrices, decidió
dejarla para siempre. Eric me hacía acordar físicamente al Polaco, podía resultar un poco frío y
distante en la conversación, pero se comportaba suavemente con niños y animales. Me
parecía que tenía un corazón tierno.
En la carpa dormíamos seis juntos, una noche, ya en el Bolsón, estábamos acostados
uno al lado del otro cuando Eric tomó mi mano y empezó a acariciarla. Me conmovió tanto ese
gesto que le estampé un beso violento y todo escaló de forma muy rápida. Sin embargo, al
lado mío dormía mi hermano, y me dio pudor, así que no dejé que avanzara demasiado y lo
dejamos un poco ahí. Al día siguiente, sin preguntarme nada, Eric armó una carpa para dos
alejada de las demás mientras yo comía cucumelos con algunos chicos del camping. En un
momento pasó por donde yo estaba y me dijo al oído “armé nuestro nidito del amor”, y vi
como salía hacia el almacén, claramente en busca de preservativos. Esta secuencia me
deserotizó un poco, pero lo mismo le di una chance, y por la tarde nos metimos en el nidito del
amor a hacer el amor, que fue una experiencia muy breve e incómoda. Al acabar me dijo que
tenía las tetas raras y me preguntó si yo había acabado. Le mentí diciéndole que sí con
entusiasmo, y le dije que quería dormir una siesta. Él no tenía sueño, me dejó descansando en
la carpa y me prometió que a la noche, cuando se armara alguna divertida, venía y me
despertaba.
No solo se armó una divertida y no me despertó; sino que cuando fui a buscar a todos,
que estaban arrancando para el boliche, una amiga se acercó y me dijo que Eric se había
tomado una pepa que me correspondía y todo el MD que me quedaba, además de haber
estado mezclando vodka, fernet y vino durante varias horas. Todos estaban borrachos y
drogados, pero nadie estaba tan dado vuelta como Eric. No dejaba de preguntarle a los gritos a
Ema y a Carlos dónde podía comprar una bolsa, estaba desesperado y yo también. Cuando se
me acercaba, lo hacía diciéndome que a partir de ese momento yo era su mujer, que tenga
cuidado y me porte bien en el boliche. En un momento dado le pegué una cachetada y le dije
que se aleje de mí, y que si iba a pegar droguita que no se olvide que en todo caso era para mí,
porque él se había mandado todo lo que me quedaba. Estaba furiosa, nadie se me acercaba.
Eventualmente consiguió falopa y entramos al boliche, pero Eric estaba totalmente
inmanejable, insultaba a todos, tiraba tragos y vomitaba por todas partes. Eventualmente
Carlos, que era un chico corpulento y bien formado, lo llevó a rastras hacia la calle, y una vez
allí empezaron los empujones y los gritos. Yo miraba la secuencia de eventos con algo de
cautela en un costado junto a mi amiga Laura. Cuando empezaron las piñas más concretas Eric
gritó que estaba enfierrado y que lo iba a pinchar todo; en ese momento Carlos se detuvo y se
me acercó para decirme que me hiciera cargo de ese mamarracho y lo llevara de nuevo al
camping. Se metió adentro del boliche y por el resto de la noche no lo volví a ver.
Esas ocho cuadras de vuelta a lo de Nelly fueron algo muy similar a atravesar un
infierno. Eric se quedaba quieto en el lugar de repente y no se quería mover, se tiraba al piso,
nos agarraba a mí y a mi amiga y nos pedía que lo ayudemos a caminar. En un momento se
quedó clavado en un puente que había que atravesar, prendiéndose un cigarrillo y Laura y yo
no nos dimos cuenta. Íbamos con paso apurado, ya que cruzando el río comenzaba el
descampado y la zona peligrosa. Hicimos el resto del camino que nos quedaba solas y cuando
llegamos al camping pensamos que con un poco de suerte nos habríamos librado de la
situación, pero unos minutos más tarde, la situación llegó arrastrándose hacia nosotras
haciendo un ruido insoportable y totalmente fuera de lugar, ya que en la casa de Nelly la gente
dormía. Luego de un rato de intentar hacer silencio Eric me miró fijo a los ojos y con un tono
amenazador que me dejó helada me dijo: “¿Y? ¿Qué hacemos nosotros, reina? ¿Nos vamos a
la carpa?”. La idea me aterrorizó, con una voz falsamente alegre le conteste que sí, que él
podía ir yendo y yo en seguida lo acompañaba, pero me quería terminar el pucho. Se fue y
enseguida empecé a organizarme para ir a dormir a la carpa con mis amigos, pero al minuto
volvió, me tomó del brazo y empezó a arrastrarme hacia el nidito del amor. Llegué a decirle a
Laura que estuviera atenta por si llegaba a gritar.
Nos metimos en la carpa y Eric comenzó a desnudarse. Sacó de su zapatilla la faca con
la que había amenazado a Carlos un rato antes y me la mostró. Empezó a jugar con ella
mientras me miraba, la acercaba a mi cuerpo, la rozaba suavemente contra mi piel. Yo no
podía moverme, no me animaba, solo podía mirarlo a los ojos mientras me apoyaba la punta
del cuchillo frío contra la piel, me hacía marquitas como lunares de sangre por los brazos y las
piernas. Hacía bailar el filo de forma que se tambaleaba, pero su mano drogada parecía
inusualmente firme. Después de un rato se aburrió. Se abalanzó sobre mí desnudo, y
apretándome las tetas mientras me decía que me iba a matar, se quedó dormido. Estuve unas
tres o cuatro horas así, sin atreverme a mover un músculo, hasta que se hicieron las nueve de
la mañana; con sigilo me zafé de su abrazo, salí de la carpa y me fui al río a llorar. Ese mismo
día se organizó una votación mientras Eric dormía y se decidió echarlo del camping. Nunca más
lo volví a ver, aunque lo tengo en Facebook y a veces me habla.