por Lucía Tebaldi
Cuando llegué ya no había nada que hacer. Mis padres estaban llorando desconsolados. Les pregunté específicamente donde estaba el perro y me dijeron que había pasado una noche crítica, que estaba muy mal: se lo llevó Susana, dijo mi mamá. Me puso muy mal saber que no estaba más en la casa y no entendí por qué se lo habían dado a Susana. Mi madre dijo que el perro le había dicho que extrañaba. Yo le pregunté cómo le había comunicado eso y me echó una miradita que quería decir: vos sabés muy bien que el perro habla. Yo lo sabía pero mantuve las formas y reaccioné normal: ¿Cómo puede hablarte él si es un animal? Ahí mi madre estalló en un llanto muy prolongado, sostenía un pañuelo blanco con el que se sonaba la nariz. Me dijo que sí podía, que si se lo miraba con detenimiento el perro transmitía palabras con el hocico.
Dejé el tema de lado pero cuando estaba dejándolo el perro se presentificó en la habitación. Era una aparición y todos lo sabíamos. Estaba ahí con su hocico bordó, su pelo lacio, sus orejas caídas y rubias, enruladas. Me extrañó muchísimo que tuviera en un ojo una lagaña verde gigante, muy asquerosa, como si fuera un gran moco. Yo sabía que era una aparición pero igual me acerqué y le saqué con el dedo la lagaña, que le molestaba. El perro lloraba también, estaba triste y nos explicó a todos que estaba sufriendo un cáncer muy avanzado y que no pasaría de esa noche, también dijo que lo que más quería era estar con nosotros. Cosa que me dio mucha impotencia porque mis padres habían permitido que se lo llevara Susana. Susana, que no era alguien cercano a la familia, solo porque llegaba y lo reclamaba. Mientras escuchábamos al perro y yo sentía que ya era tarde para hacer algo, porque el perro a pesar de estar ahí, ya estaba con Susana, pensé también en lo que significaba que el perro pudiera aparecerse así de la nada… Algo probaba. Lo de las dimensiones y la materia. Pero sobre todo: que mis padres no podían hacerse cargo de nada.