por Sofía Lustig
A mi primer habitación la compartí con mi hermana y, un buen día, mi papá llegó a casa con una esterilla y lo dividió en dos. Recuerdo la emoción de tener mi propia mitad, que aunque no contaba de gran mobiliario, era mía y de nadie mas. A pesar de que amaba mi independencia, con Celina seguíamos conectadas, escribiéndonos cartas que nos mandábamos entre los tejidos de la división.
Ahora, otra vez comparto mi cuarto. Esta vez, con mi marido. Tenemos un colchón que me gusta mucho, de esos que se piden en linea, y llegan enrollados por correo. A pesar de ser un buen colchón, con frecuencia me despierto con dolor de espalda. Sé que eso tal vez se deba a que suelo dormir enroscada como un pretzel, pero esa posición me gusta, me relaja, y me ayuda a conciliar el sueńo. Cuando la hago, mi marido me estudia con espanto. ¿Quién puede estar cómodo así? A veces me gusta culpar de todo a la escoliosis. De niña, cuando me la diagnosticaron, el doctor sugirió que era leve, y decidió que no era necesario hacer nada. No tuve que usar corset, ni zapatos ortopédicos, ni plantillas. “¡Qué suerte!”, pensé en su momento. Entraba en la adolescencia y todas esas opciones me horrorizaban. De cualquier forma, siempre me sentí chueca. Todavía me siento así, y a veces esa posición enroscada me devuelve el eje.
Cuando tengo tiempo libre en mi cuarto, enchufo mi calentador de cuello y espalda. Gozo de sentir los músculos laxos. En la caja dice que solo hay que usarlo por cinco minutos, pero a veces yo lo dejo prendido por diez.
En mi mesa de luz guardo todo tipo de productos para la piel. Mi marido ya no se horroriza cuando, en la cama, me ve embadurnada en mascaras de colores, cremas o aceites. Solo me advierte “No manches las sábanas”, y yo me ocupo de no hacerlo.
Así es como viajo en mi cuarto: Cuándo siento la espalda caliente, cuando me enrosco como un pretzel, o cuando siento la piel hidratada. No necesito prender el televisor, y por lo general no leo ahí. Para leer, tengo que sentarme en el escritorio, y eso queda en otro cuarto, con otras reglas, y otras intenciones.
Hace poco descubrí que no me gusta tener muchas cosas. Me volví práctica, y busco que cada objeto me signifique algo. Por eso mi cuarto podrá verse pelado a ojos de otros, aunque para mí, redunda en tesoros.
En el cuarto también ordeno mis medias y bombachas, pero solo de la forma correcta: la que aprendí con un tutorial de Youtube. Lleva más tiempo doblarlas así que tirarlas directamente en el cajón, pero este proceso me relaja. Lo hice tantas veces que ya hasta podría doblarlas con los ojos cerrados, como una meditación. Encuentro regocijo en abrir los cajones y ver que todo está en su lugar, y que hasta sobra espacio, por si las medias quieren bailar.
Dos veces por semana riego las plantas y -para mí- ese es otro viaje. Me gusta limpiarles las hojas y asegurarme de que la tierra siga húmeda. No tengo hijos y me doy cuenta de que ahi alimento a mi instinto maternal: Además de agua, les doy bananas y café, y ellas me devuelven el detalle con brillo y turgencia.
Confieso que, en mi cuarto, los viajes son tal vez poco fantásticos y algo estructurados. De joven bailaba diario frente al espejo, y ahora lo hago cada vez menos, porque a mi entender bailar ya no es viajar sino perder el tiempo.
Mi marido -en el cuarto- ya se ha vuelto un inquilino. Él lo entiende así, y no reniega de eso: duerme, y se va. No se detiene en los rincones, y eso me gusta, porque eso los vuelve solo míos para disfrutar, y es que -desde que tuve mi primer cuarto dividido por esterilla- yo ya me acostumbré a que el espacio sea solo para mí.