Por Verónica Castagnino
El rostro de espaldas a la luz tenue del día
El rostro de cara a la luna o a su sucedáneo ocre de alumbrado público si es de noche.
La cama siempre cerca de una ventana,
para fomentar mi condición vegetal,
mi sueño gordo de suculenta.
La almohada tiene que estar ocupando completamente
la cueva que forma la línea que va desde el hombro hasta el lóbulo de mi oreja.
Porque siempre es una dificultad sostener mi cabeza.
La pierna de arriba más flexionada que la otra,
mi rodilla formando un ángulo recto.
Cierro los ojos.
Los brazos se mueven respondiendo el mandato de las partículas de aire y luz,
la armonía entre los tejidos de mi piel y los de las sabanas.
La posición perfecta es difícil de conseguir,
hay que moverse milimétricamente hasta sentirla.
Precisión y fortuna,
como buscando sacar un peluche con una garra mecánica.
Que la brisa de primavera sea la única sabana.
Una frazada con peso histórico que me desarme los huesos y me transforme en colchón.
Un buzo y medias durante la lluvia de otoño.
El ventilador trabajando sobre una parte de mi cuerpo,
las piernas, preferentemente.
Ayuda el cansancio tenue, la historia reciente.
Si el cuerpo bailo muchas horas
si estuvo girando arbitrariamente en un parque de diversiones
o saltando las olas como quien empieza a volar;
esos movimientos continúan en la quietud.
El preludio de una ducha o del placer sexual, sentir ese eco en la piel.
La memoria corporal sobre la mental.
El sonido de unos niños lejanos
jugando en una pelopincho durante una siesta de verano.
Un programa de jazz los domingos a la noche,
vuelta obligada al orden pre laboral
después de todo un fin de semana de vigilias y emociones improvisadas.
Los pájaros en vacaciones.
El motor del lavarropas meneando la ropa de mis hijas.
La lluvia.
Una autopista lejana durante feriado y los autos zumbando como insectos de paso.
El ruido de las lanchas colectivas
atenuadas por la barrera sonora de la vegetación en una isla en tigre.
El metal de un molino girando.
Todos los sonidos esconden una canción de cuna,
siempre soy niña frente a lo que me rodea.
Estar, perder los límites.
Las zapatillas colgando en un cable
y las uvas colgando en la parra
desconocen sus diferencias.
Ellas no saben de criterios estéticos,
se dejan sostener por el tiempo,
por la forma,
por el aire.
Ser una forma sin forma ni género,
sin juicio
como un garabato dibujado por un niño.
Los últimos pensamientos se escapan sueltos,
llega el tiempo en el que el cerebro vigila el edificio vacío del cuerpo.
MI cuerpo puede ser perfecto cuando lo estoy abandonando.